jueves, 3 de noviembre de 2011

Onetti Juan Carlos - El cerdito





La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.

Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.

Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.

Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones.

Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.

Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.

Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:

-Dale otro golpe. Por si las dudas.

Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

FIN

Fontanarrosa


Un cuento de Fontanarrosa

Viejo con árbol

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.

Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.

Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.

—Ojo con la vía íalertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.

—No pasan trenes, casi ítranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.

—¿No vino la hinchada? íya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejoí. ¿No vino la barra brava?

Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.

—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá íbromeó alguno.

—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.

Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referíí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.

El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.

—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.

—No ísonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatadoí. Música ídijo después, mirándolo de nuevo.

Algún tanguito? —probó el Soda.

—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.

El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.

—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.

El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.

—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.

El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.

—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la escultura...

El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.

—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.

Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.

—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...

El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.

—Y escuche usted, escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...

El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.

—Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.

El Soda se tomó la cabeza.

—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.

—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?

El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.

—...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—... Eso es el fútbol.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Simón Carbajal. Borges Jorge Luis


Simón Carbajal

En los campos de Antelo, hacia el noventa
Mi padre lo trató. Quizá cambiaron
Unas parcas palabras olvidadas.
No recordaba de él sino una cosa:
El dorso de la oscura mano izquierda
Cruzado de zarpazos. En la estancia
Cada uno cumplía su destino:
Éste era domador, tropero el otro,
Aquél tiraba como nadie el lazo
Y Simón Carbajal era el tigrero.
Si un tigre depredaba las majadas
O lo oían bramar en la tiniebla,
Carbajal lo rastreaba por el monte.
Iba con el cuchillo y con los perros.
Al fin daba con él en la espesura.
Azuzaba a los perros. La amarilla
Fiera se abalanzaba sobre el hombre
Que agitaba en el brazo izquierdo el poncho,
Que era escudo y señuelo. El blanco vientre
Quedaba expuesto. El animal sentía
Que el acero le entraba hasta la muerte.
El duelo era fatal y era infinito.
Siempre estaba matando al mismo tigre
Inmortal. No te asombre demasiado
Su destino. Es el tuyo y es el mío,
Salvo que nuestro tigre tiene formas
Que cambian sin parar. Se llama el odio,
El amor, el azar, cada momento.

La suma. Borges J.L.




ANTE la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.
En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara.

Para una versión del I King. Borges J.L.


Para una versión del I King

El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro,
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.

El otro. J.L.Borges


El Otro


Por Jorge Luis Borges

El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
-Señor, ¿usted es oriental o argentino?
-Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
-¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que si.
-En tal caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
-No -me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
-Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
-Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.
-Dufour -corrigió.
-Esta bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
-No -respondió-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
-Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
-¿Y si el sueño durara? -dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
-Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
-Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamo a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa como están?
-Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
-¿Y usted?
No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros.
Cambié. Cambié de tono y proseguí:
-En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterllo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
-Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -me replicó no sin vanidad.
-Se me ha desdibujado. ¿Que tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
-El maestro ruso -dictaminó- ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
-La verdad es que no -me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
-¿Por qué no? -le dije-. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos lo hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
-Tu masa de oprimidos y de parias -le contesté- no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
-Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
-Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
-¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
-Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan.
Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
-Yo te puedo probar inmediatamente -le dije- que no estás soñando conmigo.
Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'byre - univers tordant son corps écaillé d'astres. Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
-Es verdad -balbuceó-. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
-Si Whitman la ha cantado -observé- es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
-Usted no lo conoce -exclamó-. Whitman es capaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos.
Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el dialogo. Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me ocurrió un artificio análogo.
-Oí -le dije-, ¿tenés algún dinero?
-Sí - me replicó-. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
-Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
-No puede ser -gritó-. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
-Todo esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
-¿A buscarlo? -me interrogó.
-Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista.
Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. EL otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.

jueves, 11 de agosto de 2011

De bares y boliches


BARES DE BUENOS AIRES

La nostalgia viene esta vez de la mano de los bares de Buenos Aires. Desde los grandes, hasta los pequeños, los escondidos en cualquier calle de barrio. ..Especialmente los café viejos, que compartieron tantas vidas y tienen  todo tipo de  historias para contarnos.
Los porteños amamos los bares Por eso Buenos Aires es una ciudad en dónde hay cafés, bares,  boliches,  confiterías.... , estandartes de cada barrio y en toda esquina importante. Uno entra, se sienta, y allí empieza nuestro romance largo, o de paso, con ese espacio que se nos ofrece  como un amigo que aguarda para compartir algo muy nuestro...
¿Quién no se reunió alguna vez con amigos, para intentar cambiar el mundo en un café?, ¡Cuántas veces, nos ha sorprendido el amanecer en alguna placentera charla  o una discusión apasionada!
Somos muchos los que nos detenemos a leer y estudiar, los que hicimos  en un café gran parte nuestra carrera. ¿Quién no tuvo allí, una declaración o un encuentro romántico?. Está el café del reencuentro y el café del adiós, y  algunos en una mesa de café, esperaron en vano a quien no apareció...  Hemos visto la luna  y la lluvia a través de sus ventanales . 
Los café han sido testigo de parte de nuestras vidas, la cotidianeidad transcurre entre sus paredes, nuestras  alegrías y también nuestras tristezas.
La cultura muchas veces se construye en las mesas de los bares dónde,  el poeta, el pintor, el músico..... imaginan o crean su obra. Y también, las vivencias en los café son materia de inspiración.
Así, en 1948 como testimonio de esta entrañable costumbre, la dupla  Mores- Discépolo, estrena el mítico tango Cafetín de Buenos Aires:
“.......................................................................
Como una escuela de todas las cosas,
ya de muchacho me diste entre asombros
el cigarrillo,
la fe en mis sueños
y una esperanza de amor...
¿Cómo olvidarte en esta queja,
cafetín de Buenos Aires,
si sos lo único en la vida
que se pareció a mi vieja?
En tu mezcla milagrosa
de sabihondos y suicidas,
yo aprendí filosofía, dados, timba
y la poesía cruel de no pensar más en mí...” 


Entre otros, también Alfredo Zitarroza evoca esos antiguos y solitarios  boliches nocturnos, en un cuadro teñido de nostalgia y melancolía:
Otra vez los boliches nocturnos
amarillos de sueños perdidos
quiñeleros de suertes extrañas
azulados en humos y vinos,

viejas radios rezongan canciones
y un Gardel arrullando su trino
y en la mano madera de un tango
un borracho camino al ayer...”

Hay  bares que se inmortalizaron  gracias a algún músico o poeta que les dedicó una composición. Como ocurre con el Café la humedad de la canción de Cacho Castaña, en donde se reunía: "la barra antigua de Gaona y Boyacá"
Por eso, los invito a que en estas páginas evoquemos bares, que están o estuvieron presentes en nuestras vidas. No importa si son grandes confiterías tradicionales o humildes bares de barrio, de alguna manera, todos ellos,  habitan en alguna parte de nuestro corazón

Casas de prostitución en Buenos Aires




Con fecha 5 de enero de 1875, la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires sancionó un “Reglamento de la prostitución”, según ordenanza de la expresada fecha, que dice así:

Capítulo I – De las casas de prostitución

Artículo 1.- Se entienden por casas de prostitución las que están habitadas por prostitutas.

Artículo 2.- Las casas de prostitución serán toleradas en el Municipio, siempre que se sujeten a las prescripciones de esta Ordenanza.

Artículo 3.- Las casas de prostitución no podrán ser regenteadas sino por mujeres.

Artículo 4.- Cualquiera que regentee algunas de las casas de prostitución que actualmente existen en la ciudad, deberá presentar antes de los quince días siguientes a la sanción de esta Ordenanza, una Solicitud ante el Secretario de la Municipalidad, en la cual se exprese el número de la casa que ocupan, el número de prostitutas que tenga a su cargo, su nombre, patria, edad, un duplicado del retrato fotográfico en tarjeta, de cada una de ellas, y un certificado médico por el cual conste que en el día de la presentación todas las prostitutas se encuentran perfectamente sanas de enfermedades venéreas y sifilíticas, y por separado, una carta de un médico por la cual conste que en adelante será el que asista en la casa.

Artículo 5.- Las casas que se abriesen nuevamente, además de las prescripciones del artículo anterior, deberán cumplir las siguientes:

a)       La casa será de un solo piso y en caso de tener varios no podrán ser ocupados sino por las prostitutas.

b)       La casa deberá encontrarse a distancia de dos cuadras cuando menos de los templos, teatros y casas de educación; las que actualmente se encuentren en cualquiera de estos casos, serán removidas en el plazo de cuarenta días.

Artículo 6.- Las casas de prostitución serán consideradas, para los efectos de las Ordenanzas sobre higiene y seguridad, como casas de inquilinato; sin que esto autorice para pueda haber inquilinos en ellas.

Artículo 7.- El permiso para tener una casa de prostitución no es transmisible ni da derecho alguno, pudiendo ser retirado siempre que la Municipalidad lo encuentre conveniente, y cuando se infrigiese cualquier artículo de esta Ordenanza.

Capítulo II – De las prostitutas

Artículo 8.- Será considerada como prostituta toda mujer que se entregase al acto venéreo con varios hombres, mediante una retribución en dinero u otra especie, para sí misma, para quien explote su tráfico, o partible entre ambos.

Artículo 9.- Las prostitutas adscritas a las casas de prostitución deberán ser mayores de 18 años, a no ser que se pruebe que antes de esa edad se hayan entregado a la prostitución.

Artículo 10.- Las prostitutas deberán someterse a las prescripciones siguientes:

1)       Someterse a la inspección y reconocimiento médico siempre que fuesen requeridas para ello.

2)       No podrán mostrarse en la puerta de calle, ni en las ventanas o balcones de la casa que ocupen, ni llamar a los transeúntes o emplear cualquier género de provocación, lo que les será prohibido hacer igualmente en las calles, paseos públicos y teatros, no pudiendo concurrir a éstos en traje deshonesto.

3)       Deberán encontrarse en casa dos horas después de la puesta el sol, a no ser que tengan motivos justificados para faltar a ello.

4)       Deberán siempre llevar consigo su retrato en una tarjeta fotográfica, en la cual estará anotada la calle y número de la casa de prostitución a que están adscritas, su nombre y el número de orden que les corresponda en el registro de la inscripción, siendo además timbrada por la Municipalidad.

Artículo 11.- La mujer que, a sabiendas, prestase servicios domésticos en una casa de prostitución, deberá sujetarse a las prescripciones 1ª y 2ª del artículo anterior; se considerará sabedora si permanece por más de tres días sirviendo en la casa.  Todas las prescripciones son obligatorias para la mujer que regentease la casa de prostitución.

Artículo 12.- Las prostitutas que dejen de pertenecer a una casa de prostitución quedarán bajo la vigilancia de la Policía mientras no cambien de género de vida.  En este último caso la prostituta podrá solicitar el entrar en un establecimiento de caridad durante un mes, prestando sus servicios voluntariamente.

Capítulo III – De la gerencia de las casas de prostitución

Artículo 13.- La gerente de una casa de prostitución deberá llevar un libro en el cual se inscribirán las prostitutas que están bajo su vigilancia y responsabilidad, según el modelo que se les pasará; este libro será inspeccionado por orden de la Municipalidad siempre que lo crea conveniente.

Artículo 14.- Las gerentes nunca podrán ausentarse del Municipio ni faltar de la casa por más de 24 horas; si cambian de domicilio tendrán que dar cuenta a la Municipalidad, en el mismo término; no podrán admitir nuevamente a ninguna prostituta, sino en los días de visita médica, y después de haber sido reconocida en ella, debiendo anotarla en el libro a que se refiere el artículo anterior; harán constar en ese mismo libro la salida de toda prostituta, dando cuenta inmediatamente; lo mismo harán toda vez que una prostituta evadiese la inspección médica.

Artículo 15.- Las obligaciones recíprocas entre las gerentes de las casas de prostitución y las prostitutas serán las que entre sí acordasen; pero estas últimas serán bien tratadas; en caso que contrajeren enfermedades venéreas o la sífilis primitiva serán atendidas hasta su curación, por cuenta de la gerente; si según declaración del médico de la casa la enfermedad pasase al estado de sífilis constitucional o fagodénica, entonces la prostituta pasará al Hospital.  Si alguna prostituta se hiciese embarazada será mantenida y alojada en la casa hasta un mes después del parto, subvencionada en la cantidad que conviniese, saliendo de la casa; esta subvención será retirada, probado el caso de que la prostituta continúe ejerciendo la prostitución; no podrán obligar a las prostitutas a entregarse a la prostitución durante la menstruación o estando encinta.

Artículo 16.- Las gerentes de las casas de prostitución no podrán admitir en ellas sino las prostitutas que estén inscriptas en su libro respectivo; ninguna podrá regentear más de una casa de prostitución.

Capítulo IV – De la inspección médica

Artículo 17.- El médico que asistiere en una casa de prostitución, deberá inspeccionar a todas las prostitutas, usando speculum uteri, los miércoles y sábados de cada semana; deberá anotar, bajo su firma,  el resultado en un libro de la casa, y hacer constar la ausencia u oposición de la prostituta a someterse al reconocimiento médico.

Artículo 18.- En el caso de que una prostituta deba ser conducida al Hospital o se encontrase encinta, según lo referido en el artículo 15, el médico pasará inmediatamente un parte a la Municipalidad; lo mismo hará cuando alguna prostituta no estuviese presente o se hubiese opuesto a la inspección médica, y en los casos de aborto provocado.

Capítulo V – De los concurrentes a las casas de prostitución

Artículo 19.- No tendrán entrada en las casas de prostitución los jóvenes menores de 15 años, los individuos en estado de embriaguez o que lleven armas, y los que presenten señales de enfermedades venéreas o sifilíticas; a todos les está prohibido el consumo de bebidas alcohólicas y toda clase de juego prohibido.

Artículo 20.- En el caso que se exigiese, el concurrente deberá prestarse a su reconocimiento, o de no, salir inmediatamente de la casa; tendrá derecho a verificar si la prostituta con quien va a estar en contacto, ha pasado por la visita médica el día que debió practicarse, para lo cual podrá revisar el libro respectivo.

Artículo 21.- Los concurrentes que dieren lugar a escándalos en las casas de prostitución, serán anotados en un libro reservado por el Comisario de la Sección; en caso de reincidencia pasará un parte al Jefe de Policía con el mismo carácter; pero si viniesen partes de varias Secciones, el Jefe de Policía podrá citar al individuo, amonestarlo, multarlo de uno a tres mil pesos, según la gravedad de caso, y aun publicar su nombre.

Artículo 22.- Una copia de este capítulo será colocada en un paraje visible en el interior de las casas de prostitución.

Capítulo VI – De la prostitución clandestina

Artículo 23.- Queda absolutamente prohibida la prostitución clandestina; se entiende por tal, la que se ejerciere fuera de las casas de prostitución toleradas por este Reglamento.

Artículo 24.- Todos los que a sabiendas admitieren en su casa particular o de negocio, en calidad de inquilina, huésped, sirvienta u obrera, a cualquier mujer que ejerciere la prostitución, pagarán una multa de mil pesos moneda corriente por la primera vez, de dos mil por la segunda y tres mil por la tercera y siguientes; se considerarán sabedores a todos los que permitan que una prostituta continúe en su casa tres días después de ser prevenidos por la autoridad.

Artículo 25.- En el caso del artículo anterior serán comprendidos los dueños de establecimientos públicos frecuentados por prostitutas.

Artículo 26.- La prostitución clandestina será penada con ocho días de prisión en la Cárcel correccional, por la primera vez; con quince días por la segunda, y con un mes por la tercera y subsiguientes.

Fuente
Benarós, León – Casas de prostitución en Buenos Aires, en 1875.
Todo es Historia – Año VIII, Nº 98, Julio de 1975.

Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar

Bodegones, fondines y fondas


Quizás la fonda más famosa del Buenos Aires colonial fue la de Los Tres Reyes, propiedad de un genovés llamado Juan Bonfillo.  Estaba situada en la calle Santo Cristo -hoy 25 de Mayo-, a un paso del Fuerte: fue la sede de encuentros entre alcaldes, oficiales, conjurados y espías nada camuflados.  El lugar resultó el preferido de los agentes británicos y portugueses que merodeaban con el mandato de recabar informaciones para la princesa Carlota de la corte lusitana asentada desde 1808 en el Janeiro, o para el almirante Sidney Smith.  Mucho antes, la fonda de Los Tres Reyes -donde también se bebían alcoholes y el comensal Castelli supo tanto encender gruesos cigarros como hablar con propiedad el idioma de Shakespeare- se tiñó con los rojos uniformes de los oficiales del regimiento 71 durante las invasiones inglesas: lo hicieron su preferido.
“Después de asegurar nuestras armas, instalar guardias y examinar varias partes de la ciudad, lo más de nosotros fuimos compelidos a ir en busca de algún refrigerio” así anota el capitán Alexander Gillespie, su primer actividad, en la tarde del 27 de junio de 1806, cuando Buenos Aires ya era una perla más del Imperio Británico.  Beresford conferenciaba con Quintana para definir un texto definitivo a la capitulación; los regimientos españoles habían entregado sus armas (no sin tensión) y la tropa británica estaba licenciada.
En esa noche tormentosa, los oficiales ingleses se animaron a transitar por las calles oscuras de Buenos Aires, en busca de algún lugar para comer. Así dieron hasta la fonda de Los Tres Reyes, en la calle del Santo Cristo (actual 25 de Mayo), frente a la plaza, propiedad de Juan Boncillo.  Los acompañaba Ulpiano Barreda (“criollo civil que había residido algunos años en Inglaterra” lo cita Gillespie) que hacía las veces de intérprete de los invasores.
La fonda dispuso de huevos y tocino, lo único que podía ofrecer a esas horas, donde también estaban algunos soldados españoles, desarmados horas antes.  “A la misma mesa se sentaban muchos oficiales españoles con quien pocas horas antes habíamos combatido, convertidos ahora en prisioneros con la toma de la ciudad, y que se regalaban con la misma comida que nosotros” señala Gillespie.  Pero el capitán le llamó la atención la joven moza que servía las mesas, que no disimulaba un profundo disgusto en su rostro.  Gillespie, con Barreda de traductor, le pidió que expresara, sin temor a ninguna represalia, que le expresara el porqué de su disgusto.  La joven moza agradeció la disposición del oficial inglés y, en voz alta, volviéndose a los españoles de la mesa próxima, expresó: “Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado los ingleses a pedradas”.  Gillespie manifiesta que este discurso “agradó no poco a nuestro amigo criollo”.
También era famosa la fonda de la Sra. Clarke o La Fonda de la Inglesa donde se alojaban y comían preferentemente los británicos.  Estaba situada en la vereda de enfrente de la fonda de Los Tres Reyes, sobre la calle del Fuerte.  La Fonda de la Inglesa se encontraba cerca de la barranca y sus fondos daban a la Alameda (paseo público de la calle Leandro N. Alem). Era uno de los pocos edificios estratégicamente situados desde el cual podía verse el río y los buques anclados.
José A. Wilde, menciona la Fonda de la Ratona, en la calle hoy Tte. Gral J. D. Perón, inmediato, o acaso en el mismo sitio que ocupa en el día el Ancla Dorada, y otras varias por el mismo estilo.
En estas fondas todo era sucio, muchas veces asqueroso; manteles rotos, grasientos y teñidos con vino carlón, cubiertos ordinarios y por demás desaseados.  El menú no era muy extenso, ciertamente; se limitaba, generalmente, en todas partes, a lo que llamaban comida a uso del país; sopa, puchero, carbonada con zapallo, asado, guisos de carnero, porotos, de mondongo, albóndigas, bacalao, ensalada de lechuga y poca cosa más; postre, orejones, carne de membrillo, pasas y nueces, queso (siempre del país), y ese de inferior calidad.
El vino que se servía quedaba, puede decirse, reducido al añejo, seco, de la tierra y particularmente carlón.  Este último vino nos trae a la memoria una anécdota de aquellos tiempos.  Había un tal Ramírez, hombre de alta estatura y bastante corpulento, que tenía grande apego al teatro y a todo lo que se relacionaba con él.  Ayudaba entre bastidores al acomodo, cambio de decoraciones, etc., y solía hacer también de vez en cuando, su papelillo, de aquellos en que, entra un criado, presenta una carta y se va, o cosa por el estilo; aunque algunas veces se aventuraba a roles un poco más largos, y en los que no podemos decir se portase mal.
Pero viendo sin duda Ramírez, que esto no daba para satisfacer sus necesidades, resolvió ocuparse de otro negocio, y estableció (contando siempre, con la protección de sus hermanos de arte) una especio de fondín, en muy modesta escala, en la esquina (hoy almacén) que hace cruz con el entonces Teatro Argentino, siendo los actores sus más constantes clientes.
El vino que daba era carlón, del que traía una damajuana de algún almacén inmediato, cada vez que lo precisaba.  Pero algunos parroquianos quisieron variar y siendo ese el vino más barato, tuvo que idear cómo satisfacer ese deseo, consultando a la vez su propio interés, y un día anunció con mucho aplomo que tenía en su fonda tres clases de vino, carlón, carlín y carlete; todos estos vinos salían, por supuesto, de la misma damajuana; el secreto estaba en la mayor o menor cantidad de agua con que rebajaba el carlón.  La broma fue muy bien recibida; lo cierto es que, sus clientes tomaban de los tres vinos; pero continuemos nuestra historia.
Los mozos se presentaban en verano, a servir en mangas de camisa; baste decir que sólo se ponían la chaqueta para salir a la calle, esto es cuando no la llevaban colgada sobre un hombro a lo gitano: en chancletas y algunas veces aun sin medias, y como los del café, fumando su papelillo, y con el aire más satisfecho del mundo, entrando en conversación tendida y familiar con los concurrentes.
Este tipo se conserva aún hoy en los fondines y bodegones de la ciudad y en la campaña en algunos hoteles, presentándose los mozos sin saco ni chaleco, con el pantalón mal sujeto por medio de una faja y en chancletas.
Se ha repetido muchísimas veces, que los pueblos tienen el gobierno que merecen, y este dicho es en cierto modo, aplicable a los parroquianos de aquellos tiempos; no porque dejase de ser gente muy digna, sino porque no sabían infundir respeto, dando lugar a la descortesía y aun insolencia de los sirvientes.
Por ejemplo; en verano, cada concurrente no bien salvaba el dintel del comedor en la fonda, entraba resbalándose la chaqueta, saco o levita y comía en mangas de camisa; nadie soñaba en quitarse el sombrero para comer.  En fin, toda regla de urbanidad desaparecía por el mero hecho de hallarse en una fonda.  Esta falta de respeto recíproco entre los concurrentes, esa familiaridad, nada más que porque comían en una misma pieza, pronto se hacía extensiva a los mozos, que terciaban también.  Puede ser que esa intimidad ya extremada, haya nacido de la circunstancia que, siendo la población mucho más reducida, éramos casi todos más o menos conocidos, puros nosotros; no se veían entonces en las fondas, tantas caras desconocidas.  Sea de ello lo que fuere, a poco andar, la conversación se hacía general de mesa a mesa; cada uno levantaba cuanto podía la voz a fin de hacerse oír, de aquel a quien se dirigía, armándose, al fin, una tremolina, en que nadie se entendía, entre este fuego cruzado de palabreo.
Los jóvenes, también, que las frecuentaban, muy especialmente los militares, hacían alarde de portarse mal y tenían el singular gusto de perjudicar cuanto podían al fondero, ya mellando a hurtadillas los cuchillos, rompiendo los dientes a los tenedores, echándole vinagre al vino que quedaba, mezclando la sal con la pimienta, en fin, haciendo mil diabluras que sin duda reputaban travesuras de muy buen gusto; previniendo, que, generalmente, eran jóvenes de buenas familias, los que hacían gala de mal educados.  Todo esto, pues, concurría sin duda para desalentar al dueño de casa, en sentido de mejorar el servicio de mesa.
No hay que dudarlo: en algunas cosas hemos progresado asombrosamente; en otras… estamos donde estábamos; y en muchas, preciso es decirlo, estamos peor. 
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Gerding, Eduardo C. – El sargento mayor de Marina Thomas Taylor y la Sra. Mary Clarke.
Gillespie, Alexander – Buenos Aires y el interior – Ed. El Elefante Blanco . Buenos Aires (2000)
Juárez, Francisco N. – Banquetes y recetas coloniales. – Diario La Nación (2002)
www.revisionistas.com.ar
Wilde, José Antonio – Buenos Aires desde setenta años atrás – Buenos Aires (1908).
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