martes, 5 de julio de 2011

Cortázar (Entrevista) - Por Picon Garfield Evelyn


Cortázar por Cortázar (Entrevista)

México, Universidad Veracruzana, Cuadernos de Texto Crítico. 1978.
Por Evelyn Picon Garfield

[...] En «El perseguidor» de Las armas secretas y en Los premios pero sobre todo en «El perseguidor», hay una especie de final de una etapa anterior y comienzo de una nueva visión del mundo: el descubrimiento de mi prójimo, el descubrimiento de mis semejantes. Hasta ese momento era muy vago y nebuloso. Fíjate, me di cuenta muchos años después que si yo no hubiera escrito «El perseguidor», habría sido incapaz de escribir Rayuela. «El perseguidor» es la pequeña Rayuela. En principio están ya contenidos allí los problemas de Rayuela. El problema de un hombre que descubre de golpe, Johnny en un caso y Oliveira en el otro, que una fatalidad biológica lo ha hecho nacer y lo ha metido en un mundo que él no acepta, Johnny por sus motivos y Oliveira por motivos más intelectuales, más elaborados, más metafísicos. Pero se parecen mucho en esencia. Johnny y Oliveira son dos individuos que cuestionan, que ponen en crisis, que niegan lo que la gran mayoría acepta por una especie de fatalidad histórica y social. Entran en el juego, viven su vida, nacen, viven y mueren. Ellos dos no están de acuerdo y los dos tienen un destino trágico porque están en contra. Se oponen por motivos diferentes. Bueno, era la primera vez en mi trabajo de escritor y en mi vida personal en que eso traduce una nueva visión del mundo. Y luego eso explica por qué yo entré en una dimensión que podríamos llamar política si quieres decir, empecé a interesarme por problemas históricos que hasta ese momento me habían dejado totalmente indiferente. Bueno, esto te lo digo de manera sintética y ahora vamos a tu pregunta concreta. Tú dices que en Los premios y en Las armas secretas notas una preocupación por problemas del lenguaje que no había antes. Claro. En «Las babas del diablo», por ejemplo, hay un primer problema del escritor que quiere contar algo muy difícil de contar, una experiencia vertiginosa. Y se da cuenta de que los recursos lingüísticos que él tiene a su alcance pueden traicionarlo y pueden no servirle y entonces duda mucho, eso se nota al comienzo del cuento. No sabe cómo hay que contarlo. Empieza a contarlo en primera persona, en tercera, y duda y vacila. En Los premios hay ese fenómeno, esa toma de conciencia de las limitaciones lingüísticas de un escritor; el hecho de que el lenguaje es una herencia recibida, una herencia pasiva en que él no ha tenido ninguna intervención. El lenguaje, la gramática, el diccionario, él los recibe como recibe la educación que le dan su madre y su maestro. En Los premios eso se nota no tanto en la creación de nuevas palabras, los «hormigombres» como lo decías tú. Yo creo que se nota sobre todo en la diferencia que hay entre el relato novelesco y los monólogos de Persio intercalados, que son una tentativa de mostrar la misma cosa desde un ángulo totalmente diferente, lingüístico en parte y filosófico, mágico, metafísico, en otro sentido.

—Podemos añadir a una tercera etapa, todavía cronológica, con Historia de cronopios y de famas y con Rayuela, donde tú entras de lleno en la tentativa de cambiar la realidad, de buscar la autenticidad en la vida y en la literatura con una buena dosis de humor, de juego y de optimismo.

—Cambiar la realidad es en el caso de mis libros un deseo, una esperanza; pero me parece importante señalar que mis libros no están escritos, ni fueron vividos ni pensados con la pretensión de cambiar la realidad. Hay gente que ha escrito libros como contribución para una modificación de la realidad. Yo sé que la modificación de la realidad es una empresa infinitamente lenta y difícil. Mis libros no son funcionales en ese sentido. Un filósofo escribe un sistema filosófico convencido de que es la verdad y se supone que eso modificará la realidad, puesto que él supone que tiene razón. Un sociólogo establece una teoría y es lo mismo. Un político también pretende cambiar el mundo. En el caso mío el plano es muchísimo más modesto. Digamos que es Oliveira que habla; volvemos a uno de los temas constantes de Rayuela. Yo tengo la convicción profunda, y cada día que pasa la siento más profundamente, de que estamos embarcados en una vía, en un camino equivocado. Es decir que la humanidad se equivocó de camino. Estoy hablando sobre todo de la humanidad occidental porque de la oriental no sé gran cosa. Embarcados en un camino históricamente falso que nos está llevando directamente a la catástrofe definitiva, a la aniquilación por cualquier motivo: bélico, polución del aire, contaminación, cansancio, suicidio universal, lo que tú quieras. Entonces, en Rayuela sobre todo, hay ese sentimiento continuo de estar en un mundo que no es lo que debería ser porque—y aquí hago un paréntesis que me parece importante—, ha habido críticos que han pensado que Rayuela era un libro profundamente pesimista en el sentido de que no se hace en él más que lamentar el estado de cosas. Yo creo que es un libro profundamente optimista porque Oliveira, a pesar de su carácter broncos, como decimos los argentinos, sus cóleras, su mediocridad mental, su incapacidad de ir más allá de ciertos límites, es un hombre que se golpea contra la pared, la pared del amor, la pared de la vida cotidiana, la pared de los sistemas filosóficos, la pared de la política. Se golpea la cabeza contra todo eso porque es un optimista en el fondo, porque él cree que un día, ya no para él pero para otros, algún día esa pared va a caer y del otro lado está el «kibutz del deseo», está el reino milenario, está el hombre verdadero, ese proyecto humano que él imagina y que no se ha realizado hasta este momento. Rayuela es un libro escrito antes de mi toma de conciencia política e ideológica, antes de mi primer viaje a Cuba. Yo me di cuenta muchos años después que Oliveira es un poco como Lenin; y no tomes esto de manera pretenciosa. Es una comparación analógica, en el sentido de que los dos son optimistas, cada uno a su manera. Lenin no habría luchado todo lo que luchó si no hubiera creído en el hombre. Hay que creer en el hombre. Él es profundamente optimista, lo mismo que Trotsky. Así como Stalin es un pesimista, Lenin y Trotsky son optimistas. Y Oliveira a su manera mediocre y pequeña también lo es. Porque de lo contrario no hay más que pegarse un tiro o sencillamente seguir viviendo y aceptar todo lo bueno que hay en esta vida. El occidente tiene muchas cosas buenas.
Entonces la idea general de Rayuela es la comprobación de un fracaso y la esperanza de un triunfo. El libro no propone ninguna solución; se limita simplemente a mostrar los posibles caminos para echar abajo la pared y ver lo que hay del otro lado.

—Antes me dijiste que en Rayuela no hay una teoría ni una filosofía en que pretendas cambiar Ia realidad; sin embargo una de las maneras de mostrar que se puede cambiar la realidad no es a través de una filosofía, sino por medio de la experiencia del hombre angustiado que no acepta la realidad como es. Eso sirve mucho más como modelo para los jóvenes que un libro de textos sobre filosofía.

—Bueno, aquí te voy a decir una cosa que he dicho a otras personas. Y es que cuando yo escribí Rayuela pensaba haber escrito un libro para la gente de mi edad, para la gente de mi generación. Cuando el libro se publicó en Buenos Aires y empezó a ser leído en América Latina, mi gran sorpresa fue que empecé a recibir cartas, centenares de cartas, y si tomas cien cartas, noventa y ocho eran de jóvenes, de gente muy joven, incluso adolescente en algunos casos, que no entendían todo el libro. De todas maneras habían reaccionado frente al libro de una manera que yo no podía sospechar en el momento en que lo escribí. La gran sorpresa para mí fue que la gente de mi edad, de mi generación, no entendió nada. Las primeras críticas de Rayuela fueron indignadas.

—Ni entendieron Historias de cronopios y de famas.

—Por supuesto no entendieron nada. Pero Rayuela cuenta más para mí en cierto sentido que los cronopios. Los cronopios es un gran juego para mí, es mi placer. Rayuela no es mi placer; era una especie de compromiso metafísico, era una especie de tentativa para mí mismo además. Y entonces descubrí, en efecto, que Rayuela estaba destinado a los jóvenes y no a los hombres de mi edad. Nunca lo hubiese imaginado cuando lo escribí. Ahora, ¿por qué? ¿Por qué fueron los jóvenes los que encontraban algo que los impresionó, que los impactó, como dicen ahora en la Argentina? Yo creo que es porque en Rayuela no hay ninguna lección. A los jóvenes no les gusta que les den lecciones. Los adultos aceptan ciertas lecciones. Los jóvenes, no. Los jóvenes encontraban allí sus propias preguntas, sus angustias de todos los días, de adolescentes y de la primera juventud, el hecho de que no se sienten cómodos en el mundo en que están viviendo, el mundo de los padres. Y fíjate que en el momento en que Rayuela se publicó todavía no había «hippies», todavía no había "hangry young men", en ese momento salía el libro de Osborne, creo que fue en esa época. Pero habla una generación que empezaba a mirar a sus padres y decirles «ustedes no tienen razón. Ustedes no nos están dando lo que pretendemos. Ustedes están dando en herencia un mundo que nosotros no aceptamos». Entonces Rayuela lo único que tenía era un repertorio de preguntas, de cuestiones, de angustias, que los jóvenes sentían de una manera informe porque no estaban intelectualmente equipados para escribirlas o para pensarlas y se encontraban con un libro que las contenía. Tenía todo ese mundo de insatisfacción, de búsqueda del «kibutz del deseo», para usar la metáfora de Oliveira. Eso explica que el libro resultó un libro importante para los jóvenes y no para los viejos.

—Hay dos maneras de influir en la gente joven. Hay la manera que no les gusta, de enseñar con textos y teorías y hay otra manera, la que tú describiste una vez: poner una película de Buster Keaton en vez de enseñar. Esto es lo que es Rayuela para los jóvenes. Les acompaña; no están tan solos, tienen compañía.

—Claro. Te puedo dar un ejemplo muy patético. Un día recibí una carta de los Estados Unidos, de una niña, una chica de diecinueve años, encantadora, que escribía muy bien, poeta. Me decía: «Dear Mr. Cortázar, le escribo para decirle que su libro Hopscotch me ha salvado la vida». Cuando leí esa primera frase, me quedé..., porque es terrible sentirse responsable de la vida de los demás, ¿no? Me decía: «mi amante me abandonó hace una semana. Yo tengo diecinueve y es el único hombre que había conocido, lo amaba profundamente y cuando me abandonó, decidí suicidarme. Y no lo hice en seguida porque tenía algunos problemas prácticos que resolver» (tenía que escribirle a su madre, en fin, ese tipo de cosas de los suicidas, ¿no?). «Pasé dos días en casa de una amiga y encima de una mesa había un libro que se llamaba Hopscotch. Y entonces empecé a leerlo. Yo me iba a matar al día siguiente y había comprado ya las pastillas. Leí el libro, lo seguí leyendo, lo leí toda la noche y cuando lo terminé, tiré las pastillas porque me di cuenta de que mis problemas no eran solamente los míos sino los de mucha gente. Y entonces quiero decirle que Ud. me ha salvado la vida. Y que ahora, a pesar de lo triste que estoy, pienso que tengo diecinueve años, que soy joven, que soy bonita—es una carta muy ingenua—, que me gusta bailar, que me gusta la poesía, que quiero escribir poesía, que ya he escrito para mí poemas y voy a tratar de vivir.» Fíjate la impresión que me hizo a mí esta carta. Fue increíble. Entonces yo le contesté dos líneas diciéndole, «mira me haces muy feliz al pensar que la casualidad ha hecho que yo haya podido ayudarte como un amigo, porque si a lo mejor hay mucha gente que piensa matarse y un amigo está allí, y lo toma así, lo convence de que es una tontería». Bueno, el libro era el amigo porque fue como si yo estuviera allí. Y desde entonces, hace cuatro años de esto, nos escribimos; ella me escribe, me manda poemas y le va bien. Supongo que tiene otro amigo y que está viviendo muy bien, ¿comprendes?

—Es por esta razón que el libro sirve también a los jóvenes como compañero de vida, es decir un alma parecida. Por eso el libro es para mí muy optimista.

—Claro, yo también por eso te lo estaba diciendo, aunque hay los que no ven más que el aspecto negativo. Oliveira es muy negativo, pero es negativo porque en el fondo él está buscando el kibutz.

—No es negativo el libro. De ninguna manera puede saltar Oliveira a la rayuela.

—Él no salta. No, no, yo estoy seguro de que él no se tiró.

—Yo también estaba segura...

—Claro, estoy completamente seguro.

—Y con saber eso, cómo se puede decir que es pesimista el libro.

—Pero hay críticos que han dicho al hacer el resumen del libro y «finalmente termina con el suicidio del protagonista». Oliveira no se suicida.

—No es capaz de hacerlo pero es capaz de vivir.

—Él acaba de descubrir hasta qué punto Traveler y Talita lo aman. No se puede matar él después de eso. El estaba esperando a Traveler porque pensaba que Traveler venía a matarlo. Y ese diálogo que ellos tienen le prueba a él que no. Y además Talita está allí abajo. Los enemigos son los otros, los estúpidos, el director del hospital y toda esa gente. Pero Oliveira no se tira, él se queda pensando que lo único que faltaría sería simplemente hacer así, pero yo sé que él no lo hace. Lo que pasa es que yo no lo podía decir, Evie.

—No, decirlo sería destruir todo el libro.

—Destruir todo. Decir que no se mata es destruir todo el libro.

—Si tú no hubieras repetido «ad infinitum » estos dos capítulos al final de la novela pues habrías destruido también el libro.

—La idea es que allí tú o cualquier otro lector es quien decide. Entonces tú, por ejemplo, decides, igual que yo, que Oliveira no se mata. Ahora, hay lectores que deciden que sí. Bueno, lástima por ellos. El lector es el cómplice, él tiene que decidir. Claro que es optimista, es un libro muy optimista. Si, sí.

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—Cuando tú llegas al final de una novela, al contrario de tener que buscar un fin —porque a muchos novelistas les es muy difícil empezar una novela y terminarla, están muy a gusto durante toda la intriga pero al final y al principio les es difícil—para ti no es difícil el final.

—Para mí lo único que es difícil es el comienzo. El comienzo es siempre muy difícil y la prueba es que algunos de mis libros no comenzaron verdaderamente allí donde ahora está el comienzo para el lector. Rayuela, por ejemplo, comenzó por la mitad. Lo primero que yo escribí de Rayuela fue el capítulo del tablón sin tener la menor idea de todo lo que iba a escribir, antes y después de esa parte. Para mi empezar un libro es muy difícil. [...] En cambio los finales no solamente no son difíciles sino que se escriben ellos solos. Allí hay una especie de marcha. El final de Rayuela yo lo escribí todo en el manicomio, en cuarenta y ocho horas, realmente en un estado—allí yo lo puedo decir—casi de alucinación.

—Como en los cuentos como tú describes...

—Como el final de los cuentos. Lo que pasa es que como Rayuela es mucho más extenso, ese estado de fatiga y al mismo tiempo de lucidez, provocada incluso por la fatiga física, duró horas, horas y horas. Yo me acuerdo que mi mujer venía y me tocaba en el hombro y me decía «ven a comer», o me alcanzaba un sandwich. Yo comía y seguía escribiendo; no, no pude separarme del libro hasta que lo terminé.

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—Veo aquí en Saignon el ambiente donde escribes. ¿Cómo es la casa en Paris?
—Bueno, las casas, porque ha habido tres. Hubo un primer apartamento muy pequeño en el séptimo distrito donde empecé Rayuela y escribí muchos cuentos. Luego hubo lo que los franceses llaman pavillón, es una pequeña casa en lo alto de un viejo depósito que formó una casita independiente muy linda, por cierto, en la que viví diez años. Allí terminé Rayuela y allí escribí casi todos los cuentos de Todos los fuegos el fuego y muchos otros textos. Y luego, hace dos años cuando me separé de mi ex-mujer, le dejé a ella esa casita, esa pavillón, porque aunque ella vive sobre todo en la Argentina, es también traductora, y viene a veces a trabajar a Francia. En este momento está en Paris trabajando para la UNESCO. Y entonces yo le dejé eso a ella. Yo alquilé un muy pequeño departamento que tiene la ventaja que está muy cerca de la casa de Ugné, a trescientos metros. En pleno Quartier Latin, cerca de Notre Dame, cerca del Sena. Es un departamento minúsculo, un poco incómodo para mi porque los techos son muy bajos, pero el lugar es perfecto. Yo salgo a la calle y tengo todo lo que me gusta, los cines, los cafés, Ugné vive cerca, está el río, está todo lo que a mi me gusta.

—¿Hay cementerios?

—No, no hay ningún cementerio cerca. El más cerca es el de Montparnasse y está a quince minutos caminando, está lejos.

—¿Prefieres cierto ambiente para trabajar, algún tipo de música o alguna silla preferida, una pipa?

—No, no soy muy maniático ni muy sistematizado para eso, pero tengo que decirte que a medida que voy envejeciendo, necesito cada vez más ciertas condiciones. Yo podía trabajar en condiciones incluso físicamente incómodas. Por ejemplo—esto tampoco le gustaría saberlo al Director General de la UNESCO—muchos capítulos de Rayuela y muchos capítulos de 62 fueron escritos en la oficina entre dos "batches" de traducciones. Es decir, cuando yo estaba aburrido de mi trabajo, pues ponía una hoja de papel en la máquina; bueno, la gente circulaba, entraba y salía. En las secciones de traducción española todo el mundo grita, porque si los españoles no gritan, se ahogan.

—Como Gato Barbieri con el saxo.

—Exactamente. Y sin embargo he podido trabajar muy bien. Tengo dudas de que ahora pudiera hacer eso. Necesito estar solo e incluso a veces cierro mi puerta. Y Ugné se ríe de mí además porque ella se ha dado cuenta de que yo me pongo lo más posible contra la pared y en un rincón. Por ejemplo, si yo trabajara en esta habitación, pondría una mesita en aquel ángulo con una silla lo más cerca de la pared posible. Nunca podría trabajar aquí en el medio, jamás.

—¿Por qué? ¿Porque te sientes más solo?

—No sé, es difícil explicártelo. Me siento más como el caracol dentro de su casa. Estoy más conmigo mismo en un pequeño ambiente. Yo no necesito grandes lugares.

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—Cuando tú escribes, ¿cómo escoges el vehículo adecuado, el género que vas a usar para tus creaciones?

—Yo no lo escojo. Cuando escribo lo que sucede antes de empezar a escribir es una idea general de mi deseo, de mi intención de lo que voy a escribir. Y automáticamente, yo sé, tiene que ser un cuento. O sé que es un primer paso hacia una novela. Pero no hay ninguna deliberación. La idea de la cual va a nacer un cuento contiene ya la forma de cuento, su límite. O sea, por ejemplo incluso los cuentos largos como «Reunión» o como «Las babas del diablo». Yo sabía que eso no era ninguna novela, que eso era un cuento, que estaba limitado a la dimensión de un cuento. En cambio sé muchas veces que algunos elementos se van reuniendo—con los cuales yo quisiera trabajar—y son mucho más amplios y más complejos y exigen la forma novela. 62 es un buen ejemplo en ese caso. Al principio yo partía de unas pocas nociones muy confusas: la idea de ese vampirismo psíquico que se traduce después en el personaje de Hélene. La idea de Juan como personaje, como hombre. Inmediatamente comprendí que eso no era un cuento, que eso se tenía que desarrollar de una manera mucho más amplia. Y fue entonces cuando pensé en el capítulo 62 de Rayuela y me dije bueno esto es la oportunidad de tratar de aplicar la práctica, a ver si esto se puede hacer o no. Tratar de escribir una novela en la que los elementos psicológicos no ocupan el primer plano sino que los personajes estén dominados por lo que yo llamaba una «figura» o una constelación y actúen haciendo cosas sin saber que están movidos por otras fuerzas.
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—Tú mencionaste una vez que corriges muy poco los cuentos, en cambio no es así con las novelas. ¿Puedes hablar un poco de esta diferencia?

—Es bastante natural, viene de la diferencia obvia y central entre un cuento y una novela. Para mí el cuento es un texto, continuo y cerrado sobre sí mismo, que exige un alto grado de perfección para que sea eficaz. No quiero decir perfección artificial hecha desde afuera, sino perfección interna. Ahora esa perfección interna del cuento, el escritor tiene que ayudarla y completarla con una versión idiomática perfecta; es decir, el lenguaje tiene que ser implacablemente justo. No puede haber adjetivos de sobra en un cuento. No puede haber indecisiones a menos que eso forme parte de la intención del cuento. Es decir, el cuento tiene que ser un poco como el soneto en la poesía. Tiene una especie de definición formal, muy justa, muy precisa, en mi opinión. La novela es todo lo contrario. La novela permite bifurcaciones, desarrollos, digresiones. Lo sabemos de sobra. Entonces, curiosamente, la novela es un género mucho mas peligroso que el cuento porque facilita todas las indisciplinas, todas las negligencias; tú te dejas ir escribiendo una novela. Hay que tener mucho cuidado después en el ajuste final. En cambio yo pienso que en mi caso con un cuento, cuando yo veo con claridad por lo menos el comienzo del cuento, hay algo que hace que al irlo escribiendo sea ya casi perfecto. Hay realmente muy poco que cambiar después en mi caso. En la novela, no. En la novela yo he tirado al canasto cantidades de capítulos que me parecían importantes en el momento y que luego, al leer la totalidad del libro, o eran repetitivos o eran inútiles y distraían al lector. En Libro de Manuel hay unas cincuenta o sesenta páginas que tiré al canasto porque repetían situaciones ya dadas o frases ya dadas.

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—Tus libros están traducidos a muchos idiomas. ¿Cómo han recibido a Cortázar en países donde se lo ha traducido?

—Es muy curioso, porque también allí yo me he llevado muchas sorpresas. En un país con el que yo no tengo ningún contacto aparente, como es Polonia, mis libros han sido muy bien recibidos. Al punto que la edición de Rayuela se agotó muy pronto y fueron una vez más los jóvenes los que la leyeron. Y pidieron una segunda edición. Esta es una historia muy divertida porque de acuerdo con las leyes de Polonia, no se puede hacer una segunda edición de un libro una vez agotado porque hay un programa cultural que hace que haya que dejar su lugar a nuevos autores. No se puede hacer como en los países capitalistas donde si un libro tiene éxito se hacen sesenta ediciones, allí no. Hacen una especie de cambio de cosas. Y entonces dijeron que no, que no se podía hacer una nueva edición de Rayuela. Y parece que la presión de los grupos de jóvenes, la presión popular fue tan grande, que aceptaron hacer una segunda edición. Entonces utilizaron una pequeña trampa burocrática: en vez de hacerla en Varsovia, la han hecho en Cracovia, con otra editorial, pero es el mismo plomo, han utilizado el mismo libro, es exactamente el mismo libro. Como anécdota complementaria, me contó alguien cuya palabra es absolutamente cierta, que el dirigente polaco Gierek, sucesor de Gomulka (Gierek fue minero, es decir, no un hombre intelectualmente cultivado, es un político, un dirigente), se quedó preocupado por esta historia de que la gente pedía una nueva edición de ese libro de un escritor extranjero. Entonces pidió el libro y en una reunión de amigos dijo que no entendía ni una palabra pero que si el pueblo lo pedía que se lo dieran. Cosa que me parece muy bien de su parte porque además es muy humilde. Él podría haber dicho que a él no le gustaba por cualquier motivo pero dijo que no entendía. Eso me parece maravilloso. Es un hombre que me gustaría conocer alguna vez. Fidel Castro dijo lo mismo del libro de Lezama Lima, de Paradiso. Hubo una campaña secreta diciendo que el libro era pornográfico, que el libro era homosexual, esas cosas del machismo latinoamericano, tú sabes lo que es, y que el libro era contrarrevolucionario y que había que sacarlo de las librerías. Los amigos de Lezama Lima estaban muy inquietos y él también. Y entonces los estudiantes de la universidad aprovecharon una noche que Fidel fue a hablar con ellos, como él hace de tiempo en tiempo, y le dijeron «oye, Fidel pero ¿es cierto que no se puede vender Paradiso, que no podemos comprar, que dicen que lo van a sacar?» Y entonces Fidel dijo esto que me parece muy lindo: «Chico mira, ese libro realmente yo no entiendo gran cosa de lo que hay allí adentro pero estoy seguro de que de contrarrevolucionario no tiene nada, de manera que no veo por qué no lo van a vender». Y los que estaban con él escuchaban muy bien y al otro día el libro volvió a salir.

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—El deseo de poner los recortes en Libro de Manuel no es parecido al método de Rayuela. Me parecen dos cosas distintas. ¿Puedes hablar un poco de la diferencia?

—Sí, claro. Mira, la diferencia es fundamental. En Rayuela son citaciones literarias o filosóficas o anecdóticas, anuncios de periódico que están pensados en función de la novela. Es decir, de la conducta de los personajes o de los deseos o de las ambiciones de los personajes. Por ejemplo, algunos de los pequeños fragmentos los pongo en Rayuela porque lo que dicen es perfecto, no se puede decir mejor. Entonces para qué hacerles hablar a los personajes sobre ese tema cuando ya está escrito, ya está dicho mejor de lo que yo podía hacer.

—Es lo que pasa cuando yo trato de criticar uno de tus libros. Ya lo has dicho mucho mejor, entonces tengo que citarlo en vez de parafrasearlo. Me gustaría poner una especie de collage de citas, nada más todo un libro de citas, fotos tal vez.

—En cambio en el Libro de Manuel, los recortes obedecen a una finalidad evidente. Te voy a explicar por qué puse yo las reproducciones fotográficas de los documentos, de los telegramas y de las noticias de la prensa. Es porque si no, hay ciertas cosas tan mostruosas que la gente no las hubiera creído. Hubiera dicho: Cortázar inventa. Entontes está el documento, ¿comprendes? En Rayuela no era necesario.

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—¿Se relacionan de alguna manera los nombres de Manuel, el niño de Libro de Manuel y Manú de Rayuela, y tal vez el nombre de Pola y la Polaquita?

—Fíjate, esos son los descubrimientos que hacen ustedes los críticos y que probablemente sean exactos pero en el plano consciente yo me di cuenta de que Manuel se llamaba como Traveler—Manú, Manuel, Traveler—, me di cuenta después de terminar el libro. Y en cuanto a Pola y Polaquita, no, absolutamente no.

—¿Cómo decidiste emplear la perspectiva narrativa doble de las fichas "del que te dije" compuestas a través de Andrés para contar la historia de la Joda?

—Son recursos que me parecen típicamente míos. Ya se nota en Rayuela y en 62. Es una cuestión de approach a una situación novelesca desde ángulos muy diferentes. Por un lado «el que te dije» es el observador que está haciendo unas fichitas sobre todo lo que pasa. No se sabe bien por qué, nunca se sabrá por qué, es una especie de cronista que hace sus fichas. Al mismo tiempo él está metido en la cosa, habla con la gente. Por otro lado está Andrés que a veces habla en tercera persona y en primera. Fíjate que hay elementos absurdos. Hay muchas cosas que se supone que están contadas por «el que te dije» que no podía saber, no tenía acceso a eso. En principio todo el libro sería el resultado de las fichas «del que te dije», pero «el que te dije» no podía conocer las escenas eróticas, por ejemplo.

—¿Tú ahorras fichas como "el que te dije"?

—No. Por allí cuando escribía 62 fui haciendo fichas con cosas que leía, que me parecía que tenían relación con el libro. Pero no las utilicé; en cambio en Rayuela, sí. Yo hacía fichas cada vez que encontraba algo que me interesaba, las tenía allí conmigo y luego eran los «capítulos prescindibles», por fin.

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—Tú tienes un símbolo de la pared de ladrillos al principio del Libro de Manuel que corresponde a la pared de los cronopios.

—Exactamente, sí, sí. Es en realidad el mismo símbolo. En el Libro de Manuel—será quizás un signo de vejez o de cansancio—, pero hay varias repeticiones. La pared de ladrillo como una especie de metáfora del sistema que nos ata y nos envuelve y que habría que romper, estaba ya en los cronopios. Otra recurrencia es el símbolo de los insectos en torno a la lámpara porque es un poco el final de 62, con la idea también de las figuras que forman los insectos. Y luego no sé si te diste cuenta, estoy seguro de que sí, el Libro de Manuel como atmósfera, como clima, se parece muchas veces bastante a Rayuela. Yo me dejé ir de nuevo al viejo clima de Rayuela, que en el fondo es el que me es más natural a mí. Pero como tú sabes, y yo lo he dicho muchas veces, nunca me gusta repetir lo que ya he hecho. Pasaban muchos libros y diez años entre Rayuela y Libro de Manuel pero cuando empecé a escribir el Libro de Manuel, como los problemas que me planteaba —esa convergencia de lo político y lo literario era muy difícil, muy angustiosa—en vez de crear una nueva experiencia de estilo como en 62, yo mismo me dije: «No, por lo menos tengo que darme la facilidad de escribir realmente a mi manera, que la gente hable como en Rayuela y entonces yo me concentro en los otros problemas. Fue una cuestión técnica, ¿comprendes? Y me interesa decírtelo porque creo que tiene alguna significación.

—También hay el símbolo del puente otra vez.

—Ah, sí.

—En otro sentido.

—No había pensado en eso.

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—¿Sabes por qué lo pregunto? En Rayuela Oliveira siempre está pensando en cruzar un puente o llegar al absoluto, al centro, al kibutz, pero la persona que lo puede hacer muy fácilmente es una mujer, la Maga. En el Libro de Manuel parece que otra vez es la mujer, es Ludmilla yendo con la Joda que tiende el puente a Andrés.

—Me parece una excelente hipótesis tuya pero yo no te puedo confirmar. Como pasa siempre con las obras abiertas, es perfectamente posible.

—Fíjate también en Talita que es la que cruza el puente.

—Sí, siempre es una de las figuras femeninas la que hace el pasaje o que le muestra el pasaje a un hombre. Sí, es cierto.

—Es como la imagen de la mujer surrealista que describí en mi libro con el ejemplo de Nadja de André Breton y tu Maga como intermediaria que puede comunicar con el otro lado. Andrés comenta el lenguaje de Lonstein y dice que se defiende con él. Lo describe como lenguaje que todos entienden ahora, y que no parece gustarle a Lonstein que lo entiendan. ¿Puede referir en otro nivel al lenguaje que inventas tú, el glíglico, el de Feuille Morte y de Calac y Polanco, y ahora el de Lonstein, a que nosotros los lectores vamos entendiendo cada vez mejor?

—Pero a mí no me disgusta. Al contrario, yo prefiero que lo entiendan cada vez mejor. No hay ninguna intención de guardar un secreto, de crear un enigma. No, me parecería deshonesto.

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—¿Cuál de los grupos es más caro a ti ahora? ¿El Club de la Serpiente de Rayuela, las reuniones de la Zona en 62, o el grupo de la Joda en Libro de Manuel?

—Los tres.

—Son iguales.

—Los tres son en el fondo el mismo grupo, en alguna medida para mí, sí.

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—¿Por qué no hablamos un poco de 62? ¿Crees que lograste en 62 lo que propuso Morelli en Rayuela en el nivel del lenguaje?

—No, yo creo que lo que se propuso Morelli era demasiado difícil, demasiado vertiginoso para realizarlo plenamente en 62. Yo intenté mostrar un sistema de figuras de interacciones dominando la voluntad individual de los personajes sin que ellos lo supieran o lo supieran a medias, y utilizar esas fuerzas como líneas de conducta eliminando lo más posible la psicología individual de los personajes. No está plenamente conseguido, porque además hubiera sido demasiado mecánico. Si los personajes hubieran sido todos como la muñeca, es decir, un objeto que es enviado de un sitio a otro y que desencadena una acción, el libro no tendría sentido. De todas maneras se trata de seres humanos que aman y que odian y que sufren. Era necesario de todas maneras dejarles una por lo menos aparente libertad de acción. Por eso es que la hipótesis de Morelli está realizada parcialmente pero no totalmente. Yo no creo que sea practicable, incluso creo que no tiene interés literario.

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—Algunos personajes, especialmente las mujeres, tienen nombres extraordinariamente adecuados a sus personalidades en tus libros. Por ejemplo, Gekrepten o Pola o la Maga o Tell. ¿Cómo llegas a escogerlos?

—No los escojo. Yo soy muy visual. Mientras estoy escribiendo yo veo perfectamente la escena. No necesito hacer dibujos o fichas como hacía Emilio Zola, que hacía incluso maquetas de la habitación, ponía todos los muebles y después en cartón los ponía sobre su mesita de trabajo. Después escribía la novela mirando dentro de la maqueta. Todo eso no me hace ninguna falta. Automáticamente yo invento todo. Si en este momento yo empiezo un cuento en que un tipo que se llama Roberto entra en un café, yo estoy viendo a Roberto y ya sé cómo es. Ya sé cómo es ese Roberto que entra en un café, y ahora si elijo a Roberto me vino así el nombre de la misma manera como escribo el cuento. Lo único que me hace vacilar a veces es un problema del idioma porque, te va a parecer pedestre pero tiene su importancia para un escritor, hay ciertos nombres que tienen demasiadas rimas con tiempos de verbos en español, entonces es muy monótono. Por ejemplo, una mujer que se llama María es una complicación porque María-había-el-día-en-que María-había-llegado, María-tenía...

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—Muchos consideran que Rayuela es la cumbre de tu obra, y que después de tal libro no seria posible sobrepasarlo. Ahora, después de muchos libros y diez años más o menos, ¿qué puedes decir de ese comentario?

—No es el tipo de comentario que a mí me gusta demasiado, porque en el fondo todo es una cuestión de perspectiva. Hoy, a diez años de su publicación, justamente Rayuela cumplió diez años hoy, es un niño ya grandecito. Yo estoy de acuerdo con los críticos. Si me preguntaran cuál es el libro que tiene mas peso para usted en todo lo que usted ha escrito, yo diría Rayuela. Pero el mundo está en una aceleración vertiginosa y me gustaría saber dentro de veinte años si todavía se escribe literatura en el planeta o si no ha sido sustituida por algún sistema audiovisual, no sé, me gustaría saber dentro de veinte años cuál es la perspectiva, porque yo que he leído bastante literatura comparada años atrás, he visto hasta qué punto los críticos se equivocaban en la estimación de los libros de un determinado autor. Es decir, que a los cinco o diez años de publicados los libros, les parecía que la obra maestra era el libro H y que todo el resto era inferior. Pero veinticinco años después el libro H se hunde y hay otro libro de ese mismo autor que parecía menos importante, que de golpe toma toda su fuerza, todo su sentido. De manera que hay un relativismo y una perspectiva muy cambiante. Pero ahora, a diez años sí, yo creo que Rayuela. Si yo tuviera que llevar uno de mis libros a la isla desierta, yo me llevo Rayuela.

—Más bien Rayuela que los cuentos.

—Sí, sí. Ah bueno, si tomas los cuentos en su conjunto como una especie de gran ciclo, no, ¡yo me llevo Rayuela!

—Eres mucho menos fantástico de lo que creía. Bueno, no lo comentes.

—No, «no comments».

—¿Qué influencia ha tenido Rayuela sobre los escritores latinoamericanos?

—Yo no tengo ningún miedo de decir cosas que inmediatamente muchos de mis compatriotas interpretan como una prueba de vanidad porque en América Latina uno de los muchos tabúes que hay que vencer todavía es el de la falsa modestia. Es de buena educación ser muy modesto, y entonces no decir claramente ciertas cosas. Yo no tengo ninguna falsa modestia como tampoco tengo ninguna vanidad. Lo que tengo es un sentimiento muy preciso de quién soy y de lo que he hecho. Entonces te puedo decir que Rayuela ha modificado profundamente una buena parte de la literatura de ficción latinoamericana en estos últimos diez años. El impacto de Rayuela en los jóvenes que en ese momento empezaban a escribir ha sido enorme. Ahora ha sido doble, bueno y malo. La repercusión negativa es como en el caso de los imitadores de Borges. Se han publicado muchísimas «rayuelitas» por todos lados, consciente o inconscientemente, utilizado los procedimientos de intercalación de citas, de obra abierta dentro de la línea de Rayuela, personajes rayuelescos y todo eso es bastante mediocre, en general. Pero en cambio dio otro tipo de influencia, una especie de liberación de prejuicios, de tabúes, ya en el plano del lenguaje. Adán Buenosayres de Marechal había sido ya un gran liberador en el plano de nuestro lenguaje argentino. Yo creo que Rayuela ha contribuido mucho también. Hacer que la gente se quite la corbata para escribir.

—¿Cuáles de los escritores específicamente crees que se han beneficiado en éste sentido de tu obra?
—No podría darte nombres, no. Hay tantos que...

—Yo, por ejemplo, pienso en Nestor Sánchez.

—Nestor Sánchez es el primero en decirlo además muy muy claramente y su primer libro empieza con una quotation de Rayuela. Nestor Sánchez, un cuentista como Abelardo Castillo y muchos otros que no lo confiesan y que no ponen ninguna quotation pero que sin embargo han sentido la influencia de Rayuela.

—Se ha dicho también que lo mejor de Rayuela se halla en los episodios específicamente a modo de cuentos casi. Yo los llamo happenings en mi libro sobre Cortázar y el surrealismo. Son los capítulos sobre la muerte de Rocamadour, por ejemplo. ¿Crees que tu largo aprendizaje como cuentista te sirvió en estas escenas de la novela o atribuyes su éxito a otras razones?

—Probablemente mi oficio de cuentista me sirvió en el sentido de poder narrar un largo episodio que tiene una cierta unidad en sí mismo como tú acabas de citar. Pero contrariamente a muchísimos lectores a quienes les apasiona Rayuela por esos capítulos y son los capítulos que recuerdan, a mí son los que menos me gustan en el conjunto de Rayuela, porque Rayuela estaba justamente destinada a destruir esa noción, luchaba contra esta noción de relato hipnótico. Yo quería que el lector estuviera libre, lo más libre posible; se dice muchas veces, lo dice Morelli todo el tiempo, el lector tiene que ser un cómplice y no el lector-hembra. Y en esos capítulos, yo traiciono un poco, me dejo llevar por el drama, por la narración y me he dado cuenta más tarde que los lectores quedan absolutamente hipnotizados por la intensidad de ese relato. Yo preferiría que esos capítulos no existieran así. Mi idea era hacer avanzar la acción y detenerla justamente en el momento en que el lector queda prisionero, y sacarlo de una patada fuera para que vuelva objetivamente a mirar el libro desde fuera y tomarlo desde otra dimensión. Ése era el plan. Evidentemente no lo conseguí en su totalidad. Pero esos capítulos son los que menos me gustan a mí desde ese punto de vista.

—Sin embargo me dijiste que el capítulo donde está Talita sobre las tablas fue el primero que escribiste.

—Claro, y la explicación es muy sencilla. Es la primera cosa porque en ese momento yo todavía no tenía la menor idea de lo que iba a ser el libro después, y cuáles iban a ser las intenciones. Morelli no había nacido todavía. Morelli nació después. Allí empecé a escribir una novela.

—Ahora que mencionaste lo del «lector hembra», ¿puedes repetir lo que me dijiste anoche al respecto?

—Sí, que pido perdón a las mujeres del mundo por haber utilizado una expresión tan machista y tan de subdesarrollo latinoamericano, y eso deberías ponerlo con todas las letras de la entrevista. Lo hice con toda ingenuidad y no tengo ninguna disculpa, pero cuando empecé a escuchar las opiniones de mis amigas lectoras que me insultaban cordialmente, me di cuenta de que había hecho una tontería. Yo debí poner «lector pasivo» y no «lector hembra», porque la hembra no tiene por qué ser pasiva continuamente; lo es en ciertas circunstancias, pero no en otras, lo mismo que un macho.

—¿Tiene el nombre Rocamadour un significado simbólico?

—No, eufonía solamente de la palabra y hay una ciudad en Francia, muy hermosa, que se llama Rocamadour; yo la visité hace años y me quedó el sonido. Soy muy sensible al sonido de las palabras, lo sabes. Entonces vino automáticamente el nombre y, además, venía un poco como prueba del tipo de fantasía poética de la Maga, que le llama a su niño Rocamadour porque evidentemente ya estuvo en Rocamadour y la palabra le quedó así como una cosa mágica.

—¿Por qué no han hecho todavía una película de Rayuela?

—Porque hace falta un muy gran director para hacerla y probablemente muchísimo dinero.

—Sería una película interesantísima.

—Sí, yo siempre he deseado que alguna vez la hicieran. Yo hubiera querido ver filmado Los premios y Rayuela. Yo creo que con Los premios también se podría hacer una buena película. Mucha gente, muchos productores me hablaron de eso, luego nunca pasó nada.

—Tú hablas en «Del sentimiento de no estar del todo» en La vuelta al día en ochenta mundos de tu niñez y adolescencia, que te apartabas de los amigos. ¿En qué te diferenciabas de ellos específicamente antes de la adolescencia y después?

—Antes de la adolescencia, yo me diferenciaba de los otros niños en el hecho de que yo tenía una profunda aceptación de lo fantástico y de lo sobrenatural, y ninguno de mis amigos la tenía. He contado el desencanto que me producía cuando les prestaba un libro de temas sobrenaturales y me lo devolvían diciendo, «esto es demasiado fantástico». Y ellos leían cuentos de cowboys. Eso me divorciaba, me separaba de ellos. El sentimiento de misterio que yo tuve desde el comienzo de mi vida, no lo encontraba en ellos.
México, Universidad Veracruzana, Cuadernos de Texto Crítico. 1978. - Por Evelyn Picon Garfield(Entrevista publicada en RAYUELA, Edición Crítica coordinada por Julio Ortega y Saúl Yurkievich. © Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1992.)


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