lunes, 4 de julio de 2011

El penal mas largo del mundo - Soriano Osvaldo

El penal mas largo de mundo


El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar 
perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un 
estadio vacío.Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de 
borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía 
un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los 
domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las 
bardas y el polen de las chacras. 

Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando 
yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, 
el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo. 

El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato 
participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo 
del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer 
lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en 
el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a 
Escudo Chileno, otro club de miseria. 

A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían 
ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce 
pueblos del valle empezó a hablarse de ellos. 

Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo 
Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, 
quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de 
Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba 
todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los 
nuestros. 

Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos 
como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban 
como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje 
negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los 
labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de 
mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, 
que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban 
si eran tan malos. 

Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban 
apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les 
aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra 
húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda 
Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella 
guardaban en la heladera. 
Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les 
recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los 
comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el 
cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera 
de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a 
Atlético San Martín por 2 a1. 

En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y 
al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo 
Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que 
la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 
a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron 
a la primavera con apenas un punto menos que el campeón. 

El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba 
repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que 
Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era 
fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. 
Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por 
asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran 
quietos. 

El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las 
rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el 
empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y 
todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se 
tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y 
malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y 
Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal 
porque no había infracción. 

Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el 
puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se 
pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y 
alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un 
defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el 
penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha 
blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó 
siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el 
Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se 
hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a 
Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el 
partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado 
de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del 
pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí. 

Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse 
veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte 
entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el 
domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el 
penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo 
de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo 
vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían 
reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para 
patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba 
de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero. 

Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le 
pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que 
estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca 
la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron 
a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para 
atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un 
escarbadientes en la boca y dijo: 

-Constante los tira a la derecha. 
-Siempre -dijo el presidente del club. 
-Pero él sabe que yo sé. 
-Entonces estamos jodidos. 
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato. 
-Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la 
mesa. 
-No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a 
dormir. 
-El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio 
salir pensativo, caminando despacio. 

El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo 
encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía 
un perro con el rabo cortado. 

-¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería. 

-No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó. 

-Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de 
Belgrano. 

-Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y 
silbó al perro para volver a su casa. 

El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el 
intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como 
una sandía abierta. 
Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio. 


-Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado 
de Neuquén por el ómnibus de las diez y media. 

A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a 
fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la 
cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la 
vista. 


El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a 
pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio 
vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que 
atajara el penal, en el baile. 

-¿Y yo cómo sé? -dijo él. 

-¿Cómo sabés qué? 

-Si me tengo que tirar para ese lado. 

La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado 
las bicicletas. 

-En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella. 

¿Y si no lo atajo? -preguntó él. 

Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al 
pueblo. 

El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, 
per la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a 
un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel 
lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en 
una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una 
posta entre el estadio y la ruta. 

El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del 
Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había 
quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte 
metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de 
Estrella Polar. 

A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como 
si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme 
negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro 
de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado 
el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se 
había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con 
una mano temblorosa de la que colgaba el silbato. 

Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el 
penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra 
una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había 
peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio. 
Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás 
del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las 
manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna. 

En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de 
ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un 
campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena 
de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias 
llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la 
respiración. 


Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los 
dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del 
pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la 
pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían 
cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después- 
que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto. 

A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el 
arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus 
fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la 
nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los 
ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un 
paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía 
el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del 
Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en 
el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar 
la pelota al córner porque había quedado picando en el área. 

El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el 
asombrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el 
suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró 
sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la 
bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba 
“¡no vale, no vale!”. 
La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el 
desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino 
y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los 
mensajeros como una mueca atónita. 

Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no 
hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando 
se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque 
él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede 
jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que 
querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había 
que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez 
bajo el arco. 

Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y 
recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a 
Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de 
festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha 
rodeados por la policía. 


El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo 
lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. 
Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos 
del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que 
miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija 
de la calesita. 

Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo 
encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en 
punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo 
de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino del hermano del 
Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él.

Evité mirarlo a los 
ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no 
llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a 
buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un 
perro apaleado. 

-Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando 
por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se 
va a acordar de mí. 

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