jueves, 7 de julio de 2011

Onetti Juan Carlos

AVENIDA DE MAYO-DIAGONAL-AVENIDA DE MAYO


Cruzó la avenida, en la pausa del tráfico, y echó a andar por Florida. Le 
sacudió los hombros un estremecimiento de frío, y de inmediato la 
resolución de ser más fuerte que el aire viajero quitó las manos del 
refugio de los bolsillos, aumentó la curva del pecho y elevó la cabeza, 
en una búsqueda divina en el cielo monótono. Podría desafiar cualquier 
temperatura; podría vivir más allá abajo, más lejos de Ushuaia. 
Los labios estaban afinándose en el mismo propósito que empequeñecía 
losojos y cuadriculaba la mandíbula. 
Obtuvo, primeramente; una exagerada visión polar, sin chozas ni 
pingüinos: abajo, blanco con dos manchas amarillas, y arriba, un cielo 
de quince minutos antes de la lluvia. 
Luego: Alaska —Jack London— las pieles espesas escamoteaban la 
anatomía de los hombres barbudos —las altas botas hacían muñecos 
incaíbles a pesar del humo azul de los largos revólveres del capitán de 
Policía Montada— al agacharse en un instintivo agazapamiento el vapor 
de su respiración falsificaba una aureola para el sombrero hirsuto y las 
sucias barbas castañas —Tanga's hacía exposición de su dentadura a 
orillas del Yukón— su mirada se extendía como un brazo fuerte para 
sostener los troncos que viajaban río abajo —la espuma repetía: 
Tanga's es de Sitka— Sitka bella como un nombre de cortesana.    
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En Rivadavia un automóvil quiso detenerlo; pero una maniobra enérgica 
lo dejó atrás, junto con un ciclista cómplice. Como trofeos del fácil 
triunfo, llevó dos luces del coche al desolado horizonte de Alaska. De 
manera que en mitad de la cuadra no tuvo mayor trabajo para eludir el 
ambiente cálido que sostenían en el "affiche" los hombros potentes de 
Clark Gable y las caderas de la Crawford; apenas si tuvo un impulso de 
subir al entrecejo las rosas que mostraba la estrella de los ojos grandes 
en medio del pecho. Tres noches o tres meses atrás había soñado con 
la mujer que tenía rosas blancas en lugar de ojos. Pero el recuerdo del 
sueño fue apenas un relámpago para su razón; el recuerdo resbaló 
rápido, con un esbozo de vuelo, como la hoja que acaba de parir la 
rotativa, y se acomodó quieto debajo de las otras imágenes que 
siguieron cayendo. 
Instaló las luces robadas al auto en el cielo que se copiaba en el Yukón 
y la marca inglesa del coche hizo resonar el aire seco de la noche 
nórdica con enérgicos What que no estaban enterrados en la cámara 
con sordina sino que estallaron como tiros en el azul frío que separaba 
los pinos gigantes, para subir luego como cohetes hasta el blanco 
estelar de la Peñascosas. 
Cuando Brughtton se agachó, cubriendo con su cuerpo enorme la 
fogata, y él, Victor Suaid, se irguió con el Coronel listo para disparar, 
una mujer hizo brillar sus ojos y un crucifijo entre la piel de su abrigo, 
tan cerca suyo que sus codos intimaron. 
En el misterio de la espalda, el chaleco de Suaid marcó dos profundos 
ecuadores al impulso de la aspiración con que quiso incrustarse en el 
cerebro el perfume de la mujer y la mujer misma, mezclada al frío seco 
de la calle. 
Entre las dos corrientes de personas que transitaban, la mujer fue 
pronto una mancha que subía y bajaba, de la sombra  a la luz de los 
negocios y nuevamente a la sombra. Pero quedó el perfume en Suaid, 
aventando suave y definitivamente el paisaje y los  hombres; y de la 
costa del Yukón no quedó más que la nieve, una tira de nieve del ancho 
de la calzada. 
—Norte América compró Alaska a Rusia en siete millones de dólares. 
Años antes, este conocimiento hubiera suavizado la  estilográfica del 
mayor Astin en la clase de geografía. Pero ahora no fue más que un 
pretexto para un nuevo ensueño. 
Hizo crecer, a los lados de la tira de nieve, dos filas de soldados a 
caballo. El, Alejandro Iván, Gran Duque marchaba entre los soldados, al 
lado de Nicolás II, limpiando a cada paso la nieve de las botas con el 
borde de un "úlster" de pieles.    
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El Emperador caminaba balanceándose, como aquel inglés, segundo 
jefe de tráfico del Central. Las pequeñas botas brillaban al paso marcial, 
que ya era la única expresión posible de su movilidad. 
—Stalin suprimió la sequía en el Volga. 
—¡Alegría para los boteros, Majestad! 
El colmillo de oro del Zar lo confortó. Nada importaba nada —energía, 
energía— los pectorales contraídos bajo la comba de los cordones y la 
gran cruz, las viajes barbas de Verchencko el conspirador. 
Se detuvo en la Diagonal, donde dormía el Boston Building bajo el cielo 
gris, frente a la playa de automóviles. 
Naturalmente, Maria Eugenia se puso en primer plano  con el vuelo de 
sus faldas blancas. 
Sólo una vez la había visto de blanco; hacía años. Tan bien disfrazada 
de colegiala, que los dos puñetazos simultáneos que daban los senos en 
la tela, al chocar con la pureza de la gran moña negra, hacían de la 
niña una mujer madura, escéptica y cansada. 
Tuvo miedo. La angustia comenzó a subir en su pecho, en golpes 
cortos, hasta las cercanía de la garganta. Encendió un cigarrillo y se 
apoyó en la pared. 
Tenía las piernas engrilladas de indiferencia y su  atención se iba 
replegando, como el velamen del barco que ancló. Con el silencio del 
cinematógrafo de la infancia, las letras de luz navegaban en los carriles 
del anunciador:  
AYER EN BASILEA — SE CALCULAN EN MAS DE DOS MIL LAS 
VICTIMAS. 
Volvió la cabeza con rabia. 
—¡Que revienten todos! 
Sabía que María Eugenia venía. Sabía que algo tendría que hacer y su 
corazón perdía tontamente el compás. Lo desazonaba  tener que 
inclinarse sobre aquel pensamiento; saber que, por más que aturdiera 
su cerebro en todos los laberintos, mucho antes de echarse a descansar 
encontraría a Maria Eugenia en una encrucijada. Sin  embargo, hizo 
automáticamente un intento de fuga:  
—Por un cigarrillo... iría hasta el fin del mundo... 
Veinte mil "affiches" proclamaron su plagio en la ciudad. El hombre de 
peinado y dientes perfectos daba a las gentes su mano roja, con el 
paquete mostrando — 1/4 y 3/4 — dos cigarrillos, como dos cañones de 
destructor apuntando al aburrimiento de los transeúntes. 
—...hasta el fin del mundo.    
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María Eugenia venía con su traje blanco. Antes de que hicieran 
fisonomía los planos de la cara, entre las vertientes de cabello negro, 
quiso parar el ataque. El nivel de miedo roncó junto a las amígdalas:  
—¡Hembra! 
Desesperado, trepó hasta las letras de luz que iban saliendo una a una, 
con suavidad de burbujas, de la pared negra:  
EL CORREDOR MC CORMICK BATIO EL RECORD MUNDIAL DE 
VELOCIDAD EN AUTOMÓVIL. 
La esperanza le dio fuerzas para desalojar de un solo golpe el humo, 
uniendo la o de la boca con el paisaje. 
DAD EN AUTOMÓVIL — HOY EN MIAMI. 
El chorro de humo escondió en oportuno "camouflage" el perfil que 
comenzaba a cuajar. Haciendo triángulo con el cutis áspero de la pared 
y el suelo cuadriculado, el cuerpo quedó allí. El cigarrillo entre los 
dedos, anunciaba, el suicidio con un hilo lento de humo. 
HOY EN MIAMI ALCANZANDO UNA VELOCIDAD MEDIA. 
Sobre la arena de oro, entre gritos enérgicos, Jack Ligett, el "manager", 
pulía y repulía las piezas brillantes del motor. El coche, con nombre de 
ave de cetrería, semejaba una langosta gigante y negra, sosteniendo 
incansable, con dos patitas adicionales, la hoja de afeitar de la proa. 
Los retorcidos tubos de órgano, a babor y estribor, dieron veinte y 
veinte detonaciones simultáneas una a una, que se fueron en nubecillas 
lentas. Con el filo de las ruedas a la altura de las orejas se inició la 
carrera. Cada estampido tenía resonancias de júbilo dentro de su 
cráneo y la velocidad era el espacio entre las dos huellas, convertido en 
una viborilla que danzaba en el vientre. 
Miró el rostro de Mc Cormick, piel oscura ajustada sobre huesos finos. 
Bajo el yelmo de cuero, tras las antiparras grotescas estaban duros de 
coraje los ojos y en la sonrisa sedienta de kilómetros que apenas le 
estiraba la boca, se filtró la orden breve, condensada en un verbo en 
infinitivo. 
Suaid se inclinó sobre la bomba y empujó el coche a golpes. Golpeó 
hasta que el viento se hizo rugido, y en la navegación las ruedas 
tocaban suavemente el suelo, que las despedía rápido, como la ruleta, 
a la bola de marfil. Golpeó hasta que sintió dolerle la viborilla del 
vientre, fina y rígida como una aguja. 
Pero la imagen era forzada, y la inutilidad de este esfuerzo se 
patentizó, cierta, sin subterfugios posibles. 
La fuga se apagó como bajo un golpe de agua y Suaid quedó con la 
cara semihundida en el suelo, los brazos accionando en movimientos 
precisos de semáforo.    
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—Esconderme... 
Pero se puso debajo de sí mismo, como si el suelo fuera un espejo y su 
último yo la imagen reflejada. 
Miraba los ojos velados y la tierra húmeda en la cuenca del izquierdo. 
La nariz apenas aplastada en la punta, como la de los niños que miran 
tras las vidrieras, y los maxilares tascando la lámina dura y lisa de la 
angustia. El escaso pelo rubio rayaba la frente y la mancha de la barba 
en el cuello se iba haciendo violeta. 
Cerró los ojos fuertemente, y trató de hundirse; pero las uñas 
resbalaron en el espejo. Vencido aflojó el cuerpo,  entregándose, solo, 
en la esquina de la Diagonal. 
Era el centro de un circulo de serenidad que se dilataba borrando los 
edificios y las gentes. 
Entonces se vio, pequeño y solo, en medio de aquella quietud infinita 
que continuaba extendiéndose. Dulcemente, recordó a Franck, el último 
de los soldados de pasta que rompiera; en el recuerdo, el muñeco solo 
tenía una pierna y la renegrida U de los bigotes se destacaba bajo la 
mirada lejana. 
Se miraba desde montones de metros de altura, observando con 
simpatía el corte familiar de los hombros, el hueco de la nuca y la oreja 
izquierda aplastada por el sombrero. 
Lentamente desabrochóse el saco, estiró las puntas del chaleco y volvió 
a deslizar los botones en los tajos de los ojales.  Terminada la 
despaciosa operación, se quedó triste y sereno, con Maria Eugenia 
metida en el pecho. 
Ahora caían las costras de indiferencia que protegieran su inquietud y el 
mundo exterior comenzaba a llegar hasta él. 
Sin necesidad de pensarlo inició el retroceso por Florida. La calle, 
desierta de ensueños, había perdido la dentadura de Tanga's y la barba 
rubia de Su Majestad Imperial. 
La claridad de los escaparates y las grandes luces  colgadas en las 
esquinas daban ambiente de intimidad a la estrecha  calzada. Se le 
antojó un salón del siglo anterior, tan exquisito,  que los hombres no 
necesitaban quitarse el sombrero. 
Apuró el paso y quiso borrar un sentimiento indefinido, con algo de 
debilidad y ternura, que sentía insinuarse. 
Con una ametralladora en cada bocacalle se barría toda esta morralla. 
Era la hora del anochecer en todo el mundo. 
En la Puerta del Sol, en Regent Street, en el Boulevard Montmartre, en 
Broadway, en Unter den Linden, en todos los sitios más concurridos de    
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todas las ciudades, las multitudes se apretaban, iguales a las de ayer y 
a las de mañana. ¡Mañana! Suaid sonrió, con aire de misterio. 
Las ametralladoras se disimulaban en las terrazas,  en los puestos de 
periódicos, en las canastas de flores, en las azoteas. Las había de todos 
los tamaños y todas estaban limpias, con una raya de luz fría y alegre 
en los cañones pulidos. 
Owen fumaba echado en el sillón. La ventana hacía pasar por debajo 
del ángulo que formaban sus piernas los guiños de los primeros avisos 
luminosos, los ruidos amortiguados de la ciudad que se aquietaba y la 
lividez del cielo. 
Suaid, junto al transmisor telegráfico, acechaba el paso de los segundos 
con una sonrisa maligna. Más que las detonaciones de las 
ametralladoras, esperaba que el momento decisivo agitaría los 
músculos de Owen, transparentándose emociones tras la córnea de los 
ojos claros. 
El inglés siguió fumando, hasta que un chasquido del reloj anunció que 
el pequeño martillo se levantaba para dar el primer golpe de aquella 
serie de siete, que se iban a multiplicar, en forma inesperada y 
millonaria, bajo las campanas de todos los cielos de Occidente. 
Owen se incorporó y tiró el cigarrillo. 
—Ya. 
Suaid caminaba, estremecido de alegría nerviosa. Nadie sabía en 
Florida lo extrañamente literaria que era su emoción. Las altas mujeres 
y el portero del Grand ignoraban igualmente la polifurcación que 
tomaba en su cerebro el Ya de Owen. Porque Ya podía ser español o 
alemán; y de aquí surgían caminos impensados, caminos donde la 
incomprensible figura de Owen se partía en mil formas distintas, 
muchas de ellas antagónicas. 
Ante el tráfico de la avenida, quiso que las ametralladoras cantaran 
velozmente, entre pelotas de humo, su rosario de cuentas alargadas. 
Pero no lo consiguió y volvióse a contemplar Florida. Se encontraba 
cansado y calmo, como si hubiera llorado mucho tiempo. Mansamente, 
con una sonrisa agradecida para María Eugenia, se fue hacia los 
cristales y las luces policromas que techaban la calle con su pulsar 
rítmico.  

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