AVENIDA DE MAYO-DIAGONAL-AVENIDA DE MAYO
Cruzó la avenida, en la pausa del tráfico, y echó a andar por Florida. Le
sacudió los hombros un estremecimiento de frío, y de inmediato la
resolución de ser más fuerte que el aire viajero quitó las manos del
refugio de los bolsillos, aumentó la curva del pecho y elevó la cabeza,
en una búsqueda divina en el cielo monótono. Podría desafiar cualquier
temperatura; podría vivir más allá abajo, más lejos de Ushuaia.
Los labios estaban afinándose en el mismo propósito que empequeñecía
losojos y cuadriculaba la mandíbula.
Obtuvo, primeramente; una exagerada visión polar, sin chozas ni
pingüinos: abajo, blanco con dos manchas amarillas, y arriba, un cielo
de quince minutos antes de la lluvia.
Luego: Alaska —Jack London— las pieles espesas escamoteaban la
anatomía de los hombres barbudos —las altas botas hacían muñecos
incaíbles a pesar del humo azul de los largos revólveres del capitán de
Policía Montada— al agacharse en un instintivo agazapamiento el vapor
de su respiración falsificaba una aureola para el sombrero hirsuto y las
sucias barbas castañas —Tanga's hacía exposición de su dentadura a
orillas del Yukón— su mirada se extendía como un brazo fuerte para
sostener los troncos que viajaban río abajo —la espuma repetía:
Tanga's es de Sitka— Sitka bella como un nombre de cortesana.
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En Rivadavia un automóvil quiso detenerlo; pero una maniobra enérgica
lo dejó atrás, junto con un ciclista cómplice. Como trofeos del fácil
triunfo, llevó dos luces del coche al desolado horizonte de Alaska. De
manera que en mitad de la cuadra no tuvo mayor trabajo para eludir el
ambiente cálido que sostenían en el "affiche" los hombros potentes de
Clark Gable y las caderas de la Crawford; apenas si tuvo un impulso de
subir al entrecejo las rosas que mostraba la estrella de los ojos grandes
en medio del pecho. Tres noches o tres meses atrás había soñado con
la mujer que tenía rosas blancas en lugar de ojos. Pero el recuerdo del
sueño fue apenas un relámpago para su razón; el recuerdo resbaló
rápido, con un esbozo de vuelo, como la hoja que acaba de parir la
rotativa, y se acomodó quieto debajo de las otras imágenes que
siguieron cayendo.
Instaló las luces robadas al auto en el cielo que se copiaba en el Yukón
y la marca inglesa del coche hizo resonar el aire seco de la noche
nórdica con enérgicos What que no estaban enterrados en la cámara
con sordina sino que estallaron como tiros en el azul frío que separaba
los pinos gigantes, para subir luego como cohetes hasta el blanco
estelar de la Peñascosas.
Cuando Brughtton se agachó, cubriendo con su cuerpo enorme la
fogata, y él, Victor Suaid, se irguió con el Coronel listo para disparar,
una mujer hizo brillar sus ojos y un crucifijo entre la piel de su abrigo,
tan cerca suyo que sus codos intimaron.
En el misterio de la espalda, el chaleco de Suaid marcó dos profundos
ecuadores al impulso de la aspiración con que quiso incrustarse en el
cerebro el perfume de la mujer y la mujer misma, mezclada al frío seco
de la calle.
Entre las dos corrientes de personas que transitaban, la mujer fue
pronto una mancha que subía y bajaba, de la sombra a la luz de los
negocios y nuevamente a la sombra. Pero quedó el perfume en Suaid,
aventando suave y definitivamente el paisaje y los hombres; y de la
costa del Yukón no quedó más que la nieve, una tira de nieve del ancho
de la calzada.
—Norte América compró Alaska a Rusia en siete millones de dólares.
Años antes, este conocimiento hubiera suavizado la estilográfica del
mayor Astin en la clase de geografía. Pero ahora no fue más que un
pretexto para un nuevo ensueño.
Hizo crecer, a los lados de la tira de nieve, dos filas de soldados a
caballo. El, Alejandro Iván, Gran Duque marchaba entre los soldados, al
lado de Nicolás II, limpiando a cada paso la nieve de las botas con el
borde de un "úlster" de pieles.
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El Emperador caminaba balanceándose, como aquel inglés, segundo
jefe de tráfico del Central. Las pequeñas botas brillaban al paso marcial,
que ya era la única expresión posible de su movilidad.
—Stalin suprimió la sequía en el Volga.
—¡Alegría para los boteros, Majestad!
El colmillo de oro del Zar lo confortó. Nada importaba nada —energía,
energía— los pectorales contraídos bajo la comba de los cordones y la
gran cruz, las viajes barbas de Verchencko el conspirador.
Se detuvo en la Diagonal, donde dormía el Boston Building bajo el cielo
gris, frente a la playa de automóviles.
Naturalmente, Maria Eugenia se puso en primer plano con el vuelo de
sus faldas blancas.
Sólo una vez la había visto de blanco; hacía años. Tan bien disfrazada
de colegiala, que los dos puñetazos simultáneos que daban los senos en
la tela, al chocar con la pureza de la gran moña negra, hacían de la
niña una mujer madura, escéptica y cansada.
Tuvo miedo. La angustia comenzó a subir en su pecho, en golpes
cortos, hasta las cercanía de la garganta. Encendió un cigarrillo y se
apoyó en la pared.
Tenía las piernas engrilladas de indiferencia y su atención se iba
replegando, como el velamen del barco que ancló. Con el silencio del
cinematógrafo de la infancia, las letras de luz navegaban en los carriles
del anunciador:
AYER EN BASILEA — SE CALCULAN EN MAS DE DOS MIL LAS
VICTIMAS.
Volvió la cabeza con rabia.
—¡Que revienten todos!
Sabía que María Eugenia venía. Sabía que algo tendría que hacer y su
corazón perdía tontamente el compás. Lo desazonaba tener que
inclinarse sobre aquel pensamiento; saber que, por más que aturdiera
su cerebro en todos los laberintos, mucho antes de echarse a descansar
encontraría a Maria Eugenia en una encrucijada. Sin embargo, hizo
automáticamente un intento de fuga:
—Por un cigarrillo... iría hasta el fin del mundo...
Veinte mil "affiches" proclamaron su plagio en la ciudad. El hombre de
peinado y dientes perfectos daba a las gentes su mano roja, con el
paquete mostrando — 1/4 y 3/4 — dos cigarrillos, como dos cañones de
destructor apuntando al aburrimiento de los transeúntes.
—...hasta el fin del mundo.
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María Eugenia venía con su traje blanco. Antes de que hicieran
fisonomía los planos de la cara, entre las vertientes de cabello negro,
quiso parar el ataque. El nivel de miedo roncó junto a las amígdalas:
—¡Hembra!
Desesperado, trepó hasta las letras de luz que iban saliendo una a una,
con suavidad de burbujas, de la pared negra:
EL CORREDOR MC CORMICK BATIO EL RECORD MUNDIAL DE
VELOCIDAD EN AUTOMÓVIL.
La esperanza le dio fuerzas para desalojar de un solo golpe el humo,
uniendo la o de la boca con el paisaje.
DAD EN AUTOMÓVIL — HOY EN MIAMI.
El chorro de humo escondió en oportuno "camouflage" el perfil que
comenzaba a cuajar. Haciendo triángulo con el cutis áspero de la pared
y el suelo cuadriculado, el cuerpo quedó allí. El cigarrillo entre los
dedos, anunciaba, el suicidio con un hilo lento de humo.
HOY EN MIAMI ALCANZANDO UNA VELOCIDAD MEDIA.
Sobre la arena de oro, entre gritos enérgicos, Jack Ligett, el "manager",
pulía y repulía las piezas brillantes del motor. El coche, con nombre de
ave de cetrería, semejaba una langosta gigante y negra, sosteniendo
incansable, con dos patitas adicionales, la hoja de afeitar de la proa.
Los retorcidos tubos de órgano, a babor y estribor, dieron veinte y
veinte detonaciones simultáneas una a una, que se fueron en nubecillas
lentas. Con el filo de las ruedas a la altura de las orejas se inició la
carrera. Cada estampido tenía resonancias de júbilo dentro de su
cráneo y la velocidad era el espacio entre las dos huellas, convertido en
una viborilla que danzaba en el vientre.
Miró el rostro de Mc Cormick, piel oscura ajustada sobre huesos finos.
Bajo el yelmo de cuero, tras las antiparras grotescas estaban duros de
coraje los ojos y en la sonrisa sedienta de kilómetros que apenas le
estiraba la boca, se filtró la orden breve, condensada en un verbo en
infinitivo.
Suaid se inclinó sobre la bomba y empujó el coche a golpes. Golpeó
hasta que el viento se hizo rugido, y en la navegación las ruedas
tocaban suavemente el suelo, que las despedía rápido, como la ruleta,
a la bola de marfil. Golpeó hasta que sintió dolerle la viborilla del
vientre, fina y rígida como una aguja.
Pero la imagen era forzada, y la inutilidad de este esfuerzo se
patentizó, cierta, sin subterfugios posibles.
La fuga se apagó como bajo un golpe de agua y Suaid quedó con la
cara semihundida en el suelo, los brazos accionando en movimientos
precisos de semáforo.
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—Esconderme...
Pero se puso debajo de sí mismo, como si el suelo fuera un espejo y su
último yo la imagen reflejada.
Miraba los ojos velados y la tierra húmeda en la cuenca del izquierdo.
La nariz apenas aplastada en la punta, como la de los niños que miran
tras las vidrieras, y los maxilares tascando la lámina dura y lisa de la
angustia. El escaso pelo rubio rayaba la frente y la mancha de la barba
en el cuello se iba haciendo violeta.
Cerró los ojos fuertemente, y trató de hundirse; pero las uñas
resbalaron en el espejo. Vencido aflojó el cuerpo, entregándose, solo,
en la esquina de la Diagonal.
Era el centro de un circulo de serenidad que se dilataba borrando los
edificios y las gentes.
Entonces se vio, pequeño y solo, en medio de aquella quietud infinita
que continuaba extendiéndose. Dulcemente, recordó a Franck, el último
de los soldados de pasta que rompiera; en el recuerdo, el muñeco solo
tenía una pierna y la renegrida U de los bigotes se destacaba bajo la
mirada lejana.
Se miraba desde montones de metros de altura, observando con
simpatía el corte familiar de los hombros, el hueco de la nuca y la oreja
izquierda aplastada por el sombrero.
Lentamente desabrochóse el saco, estiró las puntas del chaleco y volvió
a deslizar los botones en los tajos de los ojales. Terminada la
despaciosa operación, se quedó triste y sereno, con Maria Eugenia
metida en el pecho.
Ahora caían las costras de indiferencia que protegieran su inquietud y el
mundo exterior comenzaba a llegar hasta él.
Sin necesidad de pensarlo inició el retroceso por Florida. La calle,
desierta de ensueños, había perdido la dentadura de Tanga's y la barba
rubia de Su Majestad Imperial.
La claridad de los escaparates y las grandes luces colgadas en las
esquinas daban ambiente de intimidad a la estrecha calzada. Se le
antojó un salón del siglo anterior, tan exquisito, que los hombres no
necesitaban quitarse el sombrero.
Apuró el paso y quiso borrar un sentimiento indefinido, con algo de
debilidad y ternura, que sentía insinuarse.
Con una ametralladora en cada bocacalle se barría toda esta morralla.
Era la hora del anochecer en todo el mundo.
En la Puerta del Sol, en Regent Street, en el Boulevard Montmartre, en
Broadway, en Unter den Linden, en todos los sitios más concurridos de
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todas las ciudades, las multitudes se apretaban, iguales a las de ayer y
a las de mañana. ¡Mañana! Suaid sonrió, con aire de misterio.
Las ametralladoras se disimulaban en las terrazas, en los puestos de
periódicos, en las canastas de flores, en las azoteas. Las había de todos
los tamaños y todas estaban limpias, con una raya de luz fría y alegre
en los cañones pulidos.
Owen fumaba echado en el sillón. La ventana hacía pasar por debajo
del ángulo que formaban sus piernas los guiños de los primeros avisos
luminosos, los ruidos amortiguados de la ciudad que se aquietaba y la
lividez del cielo.
Suaid, junto al transmisor telegráfico, acechaba el paso de los segundos
con una sonrisa maligna. Más que las detonaciones de las
ametralladoras, esperaba que el momento decisivo agitaría los
músculos de Owen, transparentándose emociones tras la córnea de los
ojos claros.
El inglés siguió fumando, hasta que un chasquido del reloj anunció que
el pequeño martillo se levantaba para dar el primer golpe de aquella
serie de siete, que se iban a multiplicar, en forma inesperada y
millonaria, bajo las campanas de todos los cielos de Occidente.
Owen se incorporó y tiró el cigarrillo.
—Ya.
Suaid caminaba, estremecido de alegría nerviosa. Nadie sabía en
Florida lo extrañamente literaria que era su emoción. Las altas mujeres
y el portero del Grand ignoraban igualmente la polifurcación que
tomaba en su cerebro el Ya de Owen. Porque Ya podía ser español o
alemán; y de aquí surgían caminos impensados, caminos donde la
incomprensible figura de Owen se partía en mil formas distintas,
muchas de ellas antagónicas.
Ante el tráfico de la avenida, quiso que las ametralladoras cantaran
velozmente, entre pelotas de humo, su rosario de cuentas alargadas.
Pero no lo consiguió y volvióse a contemplar Florida. Se encontraba
cansado y calmo, como si hubiera llorado mucho tiempo. Mansamente,
con una sonrisa agradecida para María Eugenia, se fue hacia los
cristales y las luces policromas que techaban la calle con su pulsar
rítmico.
jueves, 7 de julio de 2011
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