domingo, 15 de mayo de 2011

Barnes Julian sobre Borges.

La vida, una cosa detrás de la otra.



        
En 1971 Borges vino a Oxford, obviamente para recibir un título honorario. En ese momento yo estaba trabajando en el Oxford English Dictionary y, por la noche, Borges ofreció algo que no puede llamarse, exactamente, una conferencia o una lectura o un seminario, sino una suerte de audiencia papal informal. Yo ya había estado frente a otros escritores "a veces bastante famosos", pero, por lo general, no me habían impresionado. Más bien, me habían parecido actores que simulaban haber escrito las palabras que estaban pronunciando, pero no había sido así parecían estar vendiéndose de alguna manera. Borges era totalmente diferente. Al finalizar el encuentro, pensé: si esto es ser un escritor, vale la pena serlo.


En ese entonces yo tenía 25 años y escribí en mi diario en esa oportunidad que Borges tenía "la presencia más noble que alguna vez haya visto o sentido". Ahora tengo 50 años y el eco de esa presencia sigue sobreviviendo en mi interior. También leo que escribí: "parece una veleta entrada en años que los vientos del tiempo hicieron adelgazar". Su traductor leía prosa y poemas en voz alta, mientras Borges escuchaba, con la cabeza levemente inclinada hacia un costado, y siempre articulando los labios al son de sus propias palabras, como un monje que repite en un eco silencioso. "Su obsesión calma, precisa y total con la identidad y el tiempo", anoté, "me hizo sentir que ésta era la verdadera condición normal del hombre".


Hablaba en un inglés suave y agradable y parecía nadar en nuestra literatura, pero una vez más, me sorprendió el hecho de que sus puntos de referencia fueran totalmente diferentes de los que a mí me resultaban familiares y a los que era fiel. Hablaba de Stevenson, Coleridge, Andrew Lang, Dr. Johnson y Lord Chesterfield. Sin intención, hizo un comentario simple pero profundo: la literatura de una nación no es sólo lo que esa nación decide que sea, sino también lo que otras naciones decidan que sea. Logró que la sala estallara en risas y en aplausos cuando citó la observación de Lord Chesterfield: "¿Qué es la vida? Una maldita cosa detrás de la otra". (Cuando intento verificar la cita 25 años después, descubro que mi Diccionario de Citas de Oxford se la adjudica al oscuro Elbert Hubbard. Bueno, prefiero creerle a Borges y no a un simple diccionario).


También habló de la única palabra, dijo, que ningún escritor usó o usaría, ya que su uso eclipsaría a todos sus vecinos. Era la palabra que Poe estaba buscando, y no encontraba, en El cuervo: la palabra era "neverness" (nunca jamás). Ahora Borges se marchó, hace 10 años, a ese Nunca Jamás al que todos nos dirigimos despiadadamente. Pero su eco sobrevive en todos aquellos a quienes llegó "muchas veces sin saberlo" con su presencia. En un cierto momento hace 25 años, me mostró "una vez más, sin saberlo" que el verdadero rol clerical del escritor es con la gravedad de las cosas, con la "verdadera condición normal del hombre" que tanto tiempo nos lleva ocultar. Más tarde, durante la guerra de Malvinas, nos recordó que la obligación del escritor es decir la verdad más allá de la popularidad. Es lo que hizo con su comentario, brillante y sagaz, de que la guerra no era más que "dos pelados peleándose por un peine". Nunca me conoció, pero yo lo conocí a él, y le rindo un saludo.

Borges. "La violencia".




La violencia


Una tarde en la vida pareja de ese hombre ocurre un hecho insólito: en la pulpería le notician que ha llegado una carta para él. Don Wenceslao no sabe leer; el pulpero descifra con lentitud una ceremoniosa misiva, que tampoco ha de ser de puño y letra de quien la manda. En representación de unos amigos que saben estimar la destreza y la verdadera serenidad, un desconocido saluda a don Wenceslao, mentas de cuya fama han atravesado el Arroyo del Medio y le ofrece la hospitalidad de su humilde casa, en un pueblo de Santa Fe. Wenceslao Suárez dicta una contestación al pulpero; agradece la fineza, explica que no se anima a dejar sola a su madre, ya muy entrada en años, e invita al otro al Chivilcoy, a su rancho, donde no faltan un asado y unas copas de vino. Pasan los meses y un hombre en un caballo aperado de un modo algo distinto al de la región pregunta en la pulpería las señas de la casa de Suárez. Éste, que ha venido a comprar carne, oye la pregunta y le dice quién es; el forastero le recuerda las cartas que se escribieron hace un tiempo. Suárez celebra que el otro se haya decidido a venir, luego se van los dos a un campito y Suárez prepara el asado. Comen y beben y conversan. ¿De qué? Sospecho que de temas de sangre, de temas bárbaros, pero con atención y prudencia. Han almorzado y el grave calor de la siesta carga sobre la tierra cuando el forastero convida a don Wenceslao a que se hagan unos tiritos. Rehusar sería una deshonra. Vistean los dos y juegan a pelear al principio, pero Wenceslao no tarda en sentir que el forastero se propone matarlo.
Tomado de Evaristo Carriego, Obras Completas,

Borges. Ajedrez-


Ajedrez
En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. E1 tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
«El hacedor», Obras Completas, 

Borges- El reloj de arena.


El reloj de arena
Esta bien que se mida con la dura
Sombra que una columna en el estío
Arroja o con el agua de aquel río
En que Heráclito vio nuestra locura
El tiempo, ya que al tiempo y al destino
Se parecen los dos: la imponderable
Sombra diurna y el curso irrevocable
Del agua que prosigue su camino.
Está bien, pero el tiempo en los desiertos
Otra substancia halló, suave y pesada,
Que parece haber sido imaginada
Para medir el tiempo de los muertos.
Surge así el alegórico instrumento
De los grabados de los diccionarios,
La pieza que los grises anticuarios
Relegarán al mundo ceniciento
Del alfil desparejo, de la espada
Inerme, del borroso telescopio,
Del sándalo mordido por el opio,
Del polvo, del azar y de la nada.
¿Quién no se ha demorado ante el severo
Y tétrico instrumento que acompaña
En la diestra del dios a la guadaña
Y cuyas líneas repitió Durero?
Por el ápice abierto el cono inverso
Deja caer la cautelosa arena,
Oro gradual que se desprende y llena
El cóncavo cristal de su universo.
Hay un agrado en observar la arcana
Arena que resbala y que declina
Y, a punto de caer, se arremolina
Con una prisa que es del todo humana
«El hacedor», Obras Completas,

Borges. "El Puñal"


El puñal
En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado;
Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que
lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo
tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se
advierte que hace mucho que lo buscaban;
la mano se apresura a apretar la empuñadura
que la espera; la hoja obediente y poderosa
juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los
hombres lo pensaron y lo formaron para un
fin muy preciso; es de algún modo eterno,
el puñal que anochece mató a un hombre en
Tacuarembó y los puñales que mataron a
César. Quiere matar, quiere derramar brusca
sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas,
interminablemente sueña el puñal su sencillo
sueño del tigre, y la mano se anima cuando
lo rige porque el metal se anima, el metal
que presiente en cada contacto al homicida
para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan
impasible o inocente soberbia, y los años pasan inútiles
Obra Poética, 1923-1970,