sábado, 9 de enero de 2010

Mario Benedetti - Bandoneón





" Me jode confesarlo, pero la vida también es un bandoneón, hay quién sostiene que lo toca Dios pero yo estoy seguro de que es Troilo, ya que Dios apenas toca el arpa y mal..."

Mario Benedetti

La noche de los feos


Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.


FIN





Almuerzo y dudas

El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.
-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.
La mujer sonrió y le tendió la mano.
-No sabía que los hombres fueran tan presumidos.
Él se rió, mostrando los dientes.
-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendría que estar trabajando.
-Tendría. Pero salí en comisión.
Él le dedicó una insistente mirada de reconocimiento, de puesta al día.
-Además -dijo- estaba casi seguro de que usted pasaría por aquí.
-Me encontró por casualidad. Yo no hago más este camino. Ahora suelo bajarme en Convención.
Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.
-¿Dispone de un rato? -preguntó él.
-Sí.
-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta vez se va a negar?
-Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.
Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que merecía.
-Aquí se come bien -dijo él.
Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la ayudó a quitarse el abrigo.
Después de examinarlos durante unos minutos, el mozo se acercó. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas.
-¿Qué quiso decir con que no sabe si está bien?
-Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.
-Ah.
Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés. En la mano derecha tenía una mancha de tinta.
-Nunca hemos conversado francamente -dijo-. Usted y yo.
-Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas veces las mismas cosas.
-¿No le parece que sería el momento de hablar de otras? ¿O de las mismas, pero sin engañarnos?
Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se mordió los labios.
-¿Amiga de su mujer? -preguntó ella.
-Sí.
-Me gustaría que lo rezongaran.
Él eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado.
-Quisiera conocerla -dijo ella.
-¿A quién? ¿A esa que pasó?
-No. A su mujer.
Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le aflojaron.
-Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.
-No sea hipócrita. Yo sé cómo soy.
-Yo también sé cómo es.
Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidoramente y acarició la servilleta. «Gracias», dijo él, y el mozo se alejó.
-¿Cómo es estar casado? -preguntó ella.
Él tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se miró las manos.
-Debía haberme lavado. Mire qué mugre...
La mano de él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre la mancha.
-Ya no se ve más.
Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces retiró la mano.
-Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda -dijo la mujer-, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa, una especie de foto retocada.
-Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?
-Supongo que sí.
-Bueno, esto me favorece, ¿verdad?
-Supongo que sí.
Él se quedó con el tenedor a medio camino. Luego mordió el trocito de jamón.
-Prefiero la foto sin retoques.
-¿Para qué?
-Dice «¿para qué?» como si sólo dijera «¿por qué?», con el mismo tonito de inocencia.
Ella no dijo nada.
-Bueno, para verla -agregó él-. Con esos retoques ya no sería usted.
-¿Y eso importa?
-Puede importar.
El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió agua mineral. «¿Con limón?» «Bueno, con limón.»
-La quiere, ¿eh? -preguntó ella. -¿A Amanda?
-Sí.
-Naturalmente. Son nueve años.
-No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?
-Bueno, parece que usted también cree que los años convierten el amor en costumbre.
-¿Y no es así?
-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.
Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a él.
-¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos.
Él sonrió sobre el pan con manteca.
-No es un punto en contra -dijo- porque el hábito también tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le planche las camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la precisa.
Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía limpios.
-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediodía.
Él optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos, recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un comentario sobre las papas fritas y se retiró con una mueca que hacía quince años había sido sonrisa.
-Vamos, no se enoje -dijo él-. Quise explicarle que el hábito vale por sí mismo, pero también influye en la conciencia.
-¿Nada menos?
-Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la costumbre conyugal lava de a poco el interés.
-¡Oh!
-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensión, que la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.
-¿Y eso está mal?
-Realmente, no lo sé.
-¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?
-Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me distrae.
-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.
-Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo desleal.
Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los cubiertos sobre el plato.
-No me interprete mal -dijo él-. La esposa es algo conocido, rigurosamente conocido. No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..
-Yo, por ejemplo.
-Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a caer en el hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.
-¿Y la conciencia?
-La conciencia aparece el día menos pensado, cuando uno va a abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira distraídamente en el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene una idea de cómo será la felicidad, pero después se van aceptando correcciones a esa idea, y sólo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado haciendo trampas.
«¿Algún postrecito?», preguntó el mozo, misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. «Dos natillas a la española», dijo ella. Él no protestó. Esperó que el mozo se alejara, para seguir hablando.
-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a sí mismos.
-Esa misma comparación me la hizo el verano pasado, en La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.
Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se arregló el pelo.
-¿Quiere que le diga qué impresión me causa su discurso?
-Bueno.
-Me parece un poco ridículo, ¿sabe?
-Es ridículo. De eso estoy seguro.
-Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí mismo. Pero no olvide que me lo está diciendo a mi.
El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la española. Él pidió la cuenta con un gesto.
-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe que me gusta mucho.
-¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?
-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.
-Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?
-Que está en condiciones de conseguirlo todo.
-Ah sí... ¿y quién es todo? ¿Usted?
Él se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo nada, después resopló más que suspiró, y agitó un billete con la mano izquierda.
El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el vuelto sobre el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola mirada. Recogió la propina, dijo «gracias» y se alejó caminando hacia atrás.
-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo él-, pero si ahora me dijera «venga», yo sé que iría. Usted no lo va a hacer, porque lógicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi conciencia, y además, porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso que es.
Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla tranquilamente sobre la de él. Lo miró fijo, como si quisiera traspasarlo.
-No se preocupe -dijo, después de un silencio, y retiró la mano-. Por lo visto usted lo sabe todo.
Se puso de pie y él la ayudó a ponerse el abrigo. Cuando salían, el mozo hizo una ceremoniosa inclinación de cabeza. Él la acompañó hasta la esquina. Durante un rato estuvieron callados. Pero antes de subir al ómnibus, ella sonrió con los labios apretados, y dijo: «Gracias por la comida. » Después se fue.


FIN





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