sábado, 9 de enero de 2010

Los cobardes - Ballay G.


Verano de 1882.

Un tropel de por lo menos quince jinetes desmonta cerca del río. Es un mediodía claro y los montes se recortan vanos como estrellados sobre una llanura interminable.

Detrás, una carreta vetusta ara los pastos cercanos a la gran arboleda. Un hombre enorme y sucio, de ojos gringos, suelta su caballo, y este se dirige cansinamente al agua. Todos están exhaustos.

De la carreta baja un mestizo de rasgos aindiados y dos mujeres de melena desgreñada. Los une la suerte de los desertores y un cobrizo tinte de horas y horas al sol pero no bendecirán su destino. La muerte los ha acorralado sin éxito en los últimos días.

Un herido se acomoda entre las raíces de un sauce y blanquea sus ojos implorando en un idioma extraño. Sus gritos ganan el campamento. Nadie lo asiste. Ni siquiera las mujeres. El grupo más parlanchín bebe una caña aguardentosa y simulan desconocer el terror de la última emboscada. Estos lucen casacas rojas y los menos, violáceas (alguna vez azules).

Junto al fogón improvisado la mujer mayor junta en su falda unas galletas fritas en grasa de cordero. Su resignación le hace mantener baja la vista y se persigna cada tanto al ver de reojo al cadáver que las acompaño en el carro y aún no ha recibido cristiana sepultura.

Detrás de un toldo raído colgado entre un sauce y un tamarindo gime la más joven como si estuviese siendo abusada. El alcohol hace su trabajo y las horas van pasando como notas escupidas tercamente al fuego. La guitarra del ladero del gringo ilustra a un moye añoso con tañidos de otras pampas. Nadie le presta demasiada atención, excepto cuando le arriman en silencio algún cigarro encendido, los más esperan su turno por la mujer joven.

El gringo parece abstraído pretendiendo descifrar un papel rugoso y deslucido. Ese papelucho de porquería podría cambiar el futuro de mi gente, de mi sangriento país del norte, y por supuesto, el mío.

El huinca desnudo y con su vincha grasienta en la mano se baña en el río entre la caballada. Estoy arrepentido, debió correr la suerte del perro pues su comportamiento denota preocupación. Se siente observado. Busca rastros como si me presintiera, como si tuviese un sentido más que el resto… no le pierdo pisada… solo el viento ha colaborado para que no me descubra. Nadie teme pero intuyen una muerte próxima y evitan dormir a pesar de las heridas y el cansancio extremo.

Con la tarde cayendo de a pedazos la vieja duerme recostada a un árbol. También ha bebido. Unas nubes blancas y amarillas dan respiro y las sombras dispares retractan una postal siniestra. La más joven parece llorar, ahora con sus pies en el agua y la cabeza gacha. Dos borrachos dirimen puñal en mano la última ofensa y preveo más de un entierro para el mismo día. Dios los ha abandonado y todos los saben… yo espero mi oportunidad dentro de un hirviente pajonal cercano pero solo tengo siete balas para mi winche y podría matar unos pocos. Evito fumar y espero a los míos escondido como un animal salvaje…si no llegan, antes de morir por una yarará trataré de rescatar a la desgraciada mujer y a la carta del gringo…

A veces cuando me emborracho me recuerdo en sueños al muchacho fuerte que fui (y aún al niño)… a mi rancho del cañaveral, a la mujer que amé y aún amo… al caballo que acabo de perder para no ser descubierto… a los mates de las tardecitas bajo mi cielo… al facón que me regalo mi padre y que podría degollar a todos estos cobardes…todo esto me parece una pesadilla… yo también puedo olfatear la muerte. Bajo mi osamenta los gusanos se apretujan buscando la tierra fresca. Y la podredumbre que me ha entrado por los ojos me asquea tanto como el hambre y mis excrementos… estoy cansado, puede que me duerma y me maten como a un sapo… puede que duerma y luego lo intente con la luna cómplice...

Ballay Gustavo Daniel

14 de Marzo de 2009

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