sábado, 9 de enero de 2010

Castillo Abelardo









El hermano mayor


-Lo malo es que a la larga ya no se siente nada -dijo el más corpulento, el de más edad-. Peor que eso. Estás esperando que termine de una vez. -Suspiró entrecortadamente; tres inspiraciones breves y rápidas. -Hasta te fastidia -murmuró.
-Sí -dijo él-. Supongo que sí.
El hermano mayor estaba sentado y él de pie. No eran parecidos.
-Hasta te fastidia --repitió el mayor.
El más joven le puso vagamente una mano sobre el hombro; por un momento dio la impresión de que iba a tocarle la cara. Fue algo tan fugaz que no se podía saber si realmente había querido tocarle la cara. Se limitó a posar una mano sobre el hombro del otro y a apretar suavemente.
-Calmate - dijo-. Es así; las cosas siempre son así.
-Sacate de una vez ese sobretodo -dijo el hermano mayor-. No se sabe si acabás de llegar o estás por irte.
-Acabo de llegar -dijo él-. También estoy por irme. El último tren a Buenos Aires sale a la una.
-¿Cómo sabés que hay un tren a la una?
Él se quitó el sobretodo y lo puso sobre el escritorio. No se sentó.
-Siempre hubo un tren a la una, ¿no? Y, como vos decís, en este pueblo no cambia nada.
-Nunca hubo un tren a la una. A la una de la tarde, sí; pero no a la una de la madrugada. Yo te voy a decir qué hiciste. Averiguaste el horario en la estación. No habías terminado de bajar del tren y ya estabas preguntando a qué hora tenías otro para volverte.
-No discutamos. No discutamos hoy.
-No estamos discutiendo: te estoy mostrando cómo sos. Y voy a adivinar algo más. Hasta sacaste el pasaje. Seguramente ya sacaste el pasaje, para no arrepentirte.
-No saqué ningún pasaje. -El que estaba de pie hizo una pausa. -Además, pensaba quedarme esta noche.
-Pensabas.
-Quiero decir que no sé por qué dije que me iba a la una.
-Yo sí sé -dijo el mayor-. Porque averiguaste el horario y porque sos jodido. Los tres siempre fuimos así: jodidos. En eso sí que nos parecemos vos y yo.
De alguna parte de la casa llegaban rumores apagados de voces y la vaharada de las flores.
-Él no era jodido -dijo el que estaba de pie.
-Era un vicio jodido. No se quejó en ningún momento. La gente, cuando le duele algo, se queja. 0 grita. 0 pide alguna cosa.
-De qué murió.
La risa del hermano mayor sonó ahogada y ambigua. Una risa profunda que culminó en un falsete como un quejido.
-Ésa sí que es una buena pregunta. Dios mío, de qué murió. El padre estuvo agonizando un año entero y él viene, antes da una vuelta por la noche del pueblo, entra en la vieja casa y pregunta de qué murió.
-Me hubieran avisado con tiempo -dijo él.
El otro, desde abajo, lo miró.
Un reloj de pared dio la campanada de las once y media. Los dos se quedaron un momento a la expectativa, como si esperaran otra.
-Mejor salgamos -dijo finalmente el mayor-. Vámonos al patio, o a caminar por ahí. El olor de esas flores marea. La casa entera tiene olor a pantano, a flores corrompidas. -Hablaba sin ponerse de pie. -Cuando eras chico, te acordás, siempre querías que te llevara al café de la estación. Un gran lugar, la estación. Y así, de paso, no perdés tu tren. 0 mejor vamos hasta el río.
-Para eso hiciste que me sacara el sobretodo -dijo el más joven.
El mayor se levantó. Era ancho y más alto que el otro. Grave e imponente, tenía el aspecto que debe tener un hermano mayor. Sólo que de pronto daba la impresión de estar relleno de lana. Parecía haberse quedado pensando en algo.
-¿Cómo?
-Si para eso me hiciste sacar el sobretodo.
-Usted suénese los mocos y de hoy en adelante obedezca a su hermano, como dijo el viejo esa noche. ¿Cuánto hace que la casa no olía de este modo?
-Les acompaño el sentimiento --dijo de pronto una vieja, junto a ellos.
-Váyase a la mierda -murmuró suavemente el mayor-. Gracias -dijo.
-Hace treinta años -dijo el más joven-. Yo tenía seis y vos once. Ni vos ni papá lloraban.
-Vos sí llorabas. Vos llorabas de veras como un huérfano. Límpiese esos mocos y obedezca a su hermano. Siempre fuiste medio marica vos. -Se rio bruscamente, un cloqueo forzado y cavernoso. -Siempre había que andar pegándole a alguien por tu culpa. ¿Por qué no vino tu mujer? Ella lo quería a papá.
Habían salido de la casa y ahora caminaban por la vereda. Una calle arbolada de naranjos. Desde algún lugar de la noche llegaba la música remota de un baile.
-No estaba. Ella no estaba en casa cuando me llamaron.
-Las mujeres lo querían, qué cosa tan rara. Sobre todo las mujeres ajenas. ¿Por qué no tuvieron hijos ustedes? El viejo siempre quiso tener un nieto.
-Te hubieras casado vos --dijo él.
-No digas pavadas -dijo secamente el mayor.
El menor lo miró de reojo en la oscuridad.
-Pavadas, por qué.
-El viejo, en cambio... Le tocaba el culo a la enfermera. Ese culo no se hizo en un ratito, decía, y se doblaba en dos de la risa, tosiendo y escupiendo el alma. No se hizo en un ratito. Hasta que se quedaba quieto, resollando con los ojos en blanco... Ella ha de madrugar mucho, tu mujer; yo te hice llamar a la cinco de la mañana... Se murió de dolor, ya que te interesa tanto saberlo. Era como ver agonizar a un buey, como si lo carnearan vivo. Se le reventó el corazón, por no gritar. Cuando lo abrieron no tenía pulmones, ni hígado, pero murió de un ataque cardíaco. ¿Cómo se puede saber lo que le pasa a un hombre si no te dice qué le pasa? ¿Cómo puede saber un hijo qué le duele al padre, si el padre, mientras se muere, les toca el culo a las enfermeras y se ríe? Era un viejo muy jodido, te lo juro.
En dirección a ellos venían tres o cuatro personas; la luz de un zaguán iluminó un ramo de flores blancas.
Ellos cruzaron la calle y cambiaron de vereda.
-Pero vos tuviste una novia -dijo el menor.
-¿En qué te quedaste pensando? Tuve, sí. Él me la quitó. Papá. Los encontré una tarde, a la siesta, en la cama grande. Yo había ido a Rosario por un asunto del juzgado, y volví antes. Ahí estaban, en la cama de mamá. No te preocupes: no me vieron. Quería tanto un nieto que casi se lo hace él mismo. No debiste dejar a esa chica, me dijo después, era una buena chica. Hubiera sido una buena mujer, se parecía a tu madre. ¿Qué se hace con un padre así?
-No llores -dijo él.
-Al final te fastidia, carajo.
-Esta calle está igual, hasta la música parece la misma. Una vez me llevaste a un baile.
-Un año entero muriéndose, hasta que uno termina por rezar para que se muera realmente. Nunca supe si le dolía algo. No se puede hacer eso, un hijo no merece eso. Qué te voy a llevar a un baile, nunca bailé.
-Me llevaste, era verano, pediste una naranjada con ginebra. Para el nene, dijiste, una bolita.
-¿Una bolita? Había una bebida que se llamaba bolita. Pero eso era antes de que naciéramos. Mamá nos contaba. Vos ni debés saber por qué le decían bolita.
-No sólo lo sé: me acuerdo.
-Por qué, a ver.
-Por la tapa. En vez de tapa, tenía una bolita de vidrio.
-Pero si ni siquiera yo vi ninguna. No puedo haberte pedido una bolita.
-La pediste. Seguramente fue una broma. Yo te veía tomar la naranja con ginebra y me parecías un fenómeno. Noches de Budapest: te apuesto a que ese fox-trot que están tocando se llama Noches de Budapest.
-¿Y Vos?
-Yo qué.
-Qué tomaste, vos qué tomaste esa noche.
-No sé qué tomé. Pero me acuerdo perfectamente de la bolita de vidrio.
Siguieron caminando en silencio. La primera vez que estaban en silencio desde que se habían encontrado.
-Gracias -dijo de pronto el mayor-. Ya estoy bien. Ustedes, a veces, tienen esas cosas.
-Me separé -dijo él-. Por eso no se enteró lo de papá.
-Con quién la encontraste.
-Con nadie. Ella me encontró.
-Pero vos la querías. Cuando estuvieron acá se veía de lejos que la querías. Y ella te miraba como si fueras de oro.
-Hace diez años que estuvimos acá. Fuera de este pueblo, el tiempo pasa en serio.
-Pero vos la querías.
-Claro que la quería, todavía la quiero. Eso qué tiene que ver.
-Nada, me imagino. En esto también sos hijo del viejo. ¿Vos sabías que él la engañaba a mamá?
Estaban sentados en uno de esos bancos de plaza que hay al frente de ciertas casas de pueblo. El reloj del Cabildo dio la medianoche.
-Cómo que la engañaba a mamá. Cuándo la engañaba.
-Cuando podía, y podía siempre. Lo supe a los diez años. Fue como lo de la cama grande pero en la cama del finado tío Carlos.
-¿Con la tía Matilde?
-No. O a lo mejor también con la tía Matilde, pero sobre todo con una de las mellizas.
-¿Las hijas de tía? ¿Con las dos?
-Con una. De cualquier modo eran idénticas: una, un poco más rubia. No te asombre que alguna noche las confundiera. El viejo nunca fue muy detallista.
-Pero con cuál.
-Qué sé yo con cuál, qué importancia tiene con cuál. Por eso tuvieron que irse del pueblo.
-Y vos cómo lo supiste.
-Te acabo de decir que los vi. Yo tendría diez años y esa noche él me llamó al escritorio. En los grandes momentos nos trataba de usted, te acordás. Usted es muy chico para saber qué es el amor. Yo la quiero a su madre, y eso es una cosa; pero hay muchas mujeres en el mundo, y eso es otra cosa. Lo importante era no confundir a las mujeres, que son muchas, con el amor, que es uno solo. Y que si mamá llegaba a enterarse él me cortaba los huevos. No le veo la gracia.
-Que te los cortó. Perdoname que me ría, pero te los cortó. Seguí, no me hagas caso.
-Estás despertando a los que duermen. Si es que duermen. Estos bancos dan siempre a una ventana, detrás de la ventana siempre hay un solterón insomne o una vieja que teje en la oscuridad o un viejo marica que no sabe qué hacer de su vida. Ponen bancos para que los que andan de noche por la calle se sienten y hablen.
-Contame algo de mamá.
-Mamá era mamá No tenía historias.
Se pusieron de pie. Un pájaro sobresaltado o un murciélago chocó contra el farol de la esquina. La luz se apagó durante un instante pero volvió a encenderse de inmediato. El mayor se había tomado instintivamente del brazo del otro. O tal vez lo había tomado del brazo.
-Puedo quedarme, si querés.
El mayor se detuvo, sin soltarlo.
-Qué cosa rara estás pensando.
-Yo, nada. Pero es cierto, cuando venía en el tren pensé que yo también estoy un poco solo.
El hermano mayor lo soltó.
-Vos también. ¿Y quién es el otro? ¿O hablás en general, o estás hablando de la gente? Vos y yo no podemos vivir juntos.
-No dije quedarme a vivir.
-Ya sé lo que dijiste. Hablame del baile.
-Qué baile.
-El baile al que te llevé. El baile de la bolita.
-Ya te lo conté. Me acordé por la música.
El más joven se detuvo y giró la cabeza, desconcertado. Sólo se oía el paso del viento entre las ramas. La música ya no se oía.
-Cambió el viento -dijo el mayor.
-Qué raro oír eso. Oír que ha cambiado el viento. En las ciudades nadie dice una cosa así. Nadie se da cuenta cuando cambia el viento.
El que se detuvo ahora fue el hermano mayor. En la oscuridad del empedrado se oyeron, lentos, los cascos de un caballo.
-Estás de suerte. Aunque no quieras creerlo, eso que viene allá es un mateo. ¿Cuántos años hace que no ves un coche a caballo? Te invito. Quién te dice que no es el último mateo del mundo.
-No tenemos tiempo.
-Cómo que no. Tenemos casi media hora.
-Antes de irme, quiero verlo.
-No queda mucho para ver. Haceme caso. No hay que mirar a los muertos. Cuando se mira a un muerto, en realidad es la muerte la que nos mira. Mejor recordalo como al baile y a la botella de bolita. Vamos. Te llevo a la estación.










Las panteras y el templo

Abelardo Castillo

Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.
Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. "Estás cansado", me dijo, "no te quedes despierto hasta muy tarde." Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscruridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.














La que espera

Abelardo Castillo

La vida, mi querido Castillo, la vida es algo más que cadenas de ácido desoxirribonucleico, enzimas y combinaciones de moléculas. La vida es un misterio, decía en voz baja el doctor Cardona, con esa rara entonación de secreto que le daba a cualquier tontería un matiz de revelación de ultratumba, de modo que ahora empieza una especie de cuento fantástico, pensé al oírlo. Lo que llamamos enfermedad, decía, lo que llamamos locura, son estrategias del cuerpo y de la mente para sobrevivir, para que se cumpla el único designio de la vida, que es continuar viviendo. Oímos que un hombre tose o estornuda y pensamos que está enfermo, cuando lo que en realidad sucede es que su cuerpo está defendiéndose de la enfermedad y, por consiguiente, de la muerte. Con la locura pasa exactamente lo mismo. Vea, si no, este caso. Usted los conoció a los dos, me refiero a los protagonistas. Vivían precisamente allí, en ese viejo caserón de la esquina, el del mirador. Los hermanos Lanari, exacto. Cuando usted se fue de este pueblo ellos ya eran bastante mayores, andarían por los cuarenta años. Ella, Asumpta, era una mujer alta y delgada, usaba el pelo recogido, como las bailarinas. En su juventud había sido muy hermosa, y aunque usted debió de ser un chico en ese tiempo, no puede haberla olvidado. ¿No la tiene muy presente? Entonces no la vio nunca. Vivían los dos solos en esa casa. Quedaron huérfanos en la adolescencia, o un poco después, y ninguno de los dos se casó. Y no por falta de oportunidades, por lo menos no en el caso de ella. Lo sé porque yo fui, durante años, una de esas oportunidades. Es curioso, Castillo. La cercanía física entre hermanos de distinto sexo, cuando se prolonga demasiado en el tiempo, suele producir relaciones equívocas. ¿Qué quiere decir equívocas? Quiere decir relaciones que terminan pareciéndose al matrimonio. Más que al matrimonio al amor. Usted habrá visto que los matrimonios largos y bien avenidos transforman la pasión del amor en una especie de hermandad incestuosa. Con los hermanos pasa al revés. Con esto no quiero sugerir que entre los Lanari hubiera nada anormal, no al menos en ese sentido, aunque Dios sabe que la gente de nuestro pueblo ha hecho ciertos comentarios desagradables al respecto. ¿Por qué? No sé por qué. Supongo que porque ella, Asumpta, era una mujer demasiado hermosa: demasiado mujer, para decirlo de alguna manera. Será un prejuicio, pero uno no se resigna a aceptar que cierto tipo de mujeres pueda prescindir de un hombre, me refiero a un hombre real, no a un hermano. Y no estoy nada seguro de que sea un prejuicio. Hay algo un poco monstruoso en una mujer sola, si es hermosa: algo que no es del todo moral.
No ponga esa cara, hombre, siempre imaginé que los literatos eran capaces de comprender cualquier idea. No digo compartir o aceptar, digo comprender. El caso es que ella no se casó nunca y que vivió para él. ¿Cómo era él? Nada del otro mundo. Un sujeto bastante intrascendente. Más bien bajo, sí. Exactamente, con una ceja un poco levantada, a causa de un accidente. Usted sí que es un tipo inesperado, mi amigo: resulta que se acuerda del hermano y no de ella. No tenían demasiados amigos, ni siquiera se puede decir que tuvieran amistades en el sentido social de la palabra. Creo que yo fui una de las personas que más los trató, y eso por mi condición de médico. El era un poco hipocondríaco, pero tenía eso que se llama una salud de hierro. Ella era demasiado delicada, demasiado frágil. Siempre me hizo pensar en un objeto de cristal muy fino. Cuando él tuvo el accidente yo supe de inmediato que algo se había quebrado en la estructura íntima de ese cristal. No, no me refiero al accidente de la ceja, me refiero al del avión. La avioneta, porque fue en una avioneta. El debió viajar a Corrientes, no recuerdo por qué asunto. Me parece que se trataba de una sucesión, algo referido a unos campos que habían sido del padre, no sé bien. El hecho es que hubo una tormenta, la avioneta se perdió en los esteros del Iberá, y lo dieron por muerto.
La historia, en realidad, empieza acá. Venga, sentémonos en ese banco. Me gusta contemplar el río de noche, lo que nos va quedando del río. ¿Se acuerda de lo que era este río cuando usted era chico? Véalo ahora, puro barro y camalotes. Toda esa franja que se ve allá son islotes nuevos, pronto van a ser islas. Cualquier día de éstos vamos a cruzar a la otra costa caminando. Qué le pasó a quién. ¿Al río? ¿Tampoco sabe qué le pasó a nuestro río? Después se lo cuento, ahora siéntese. La avioneta, lo que quedaba de la avioneta, fue localizada unos meses más tarde. El cuerpo no. Pero a nadie le quedó ninguna duda de que él había muerto. Bueno, cuando pasan tres años y un cuerpo no aparece, y de lo que fue un avión sólo se recupera un ala y un pedazo de motor en la copa de un árbol, en los pantanos, uno puede suponer que el piloto ha muerto. Sí, el piloto era él, un buen piloto, si me atengo a lo que oí. Lo raro es que aprendió a volar porque les tenía terror a los aviones; sólo se sentía seguro si manejaba él mismo. No sólo era hipocondríaco, era un poco maniático, más o menos como toda la familia, si quiere que le sea franco. Eso es lo que tal vez explica la ausencia de tres años. Salvo que hubiera perdido la memoria a causa del accidente, cosa en la que no creo. Esas largas amnesias de las películas norteamericanas no ocurren nunca en la vida real, y además yo conversé con él una o dos veces cuando volvió y nunca mencionó nada parecido a una pérdida de memoria. Claro que no había muerto, ¿si no, cómo iba a volver? Se lo dio por muerto, todos creyeron que había muerto. Menos ella, exacto. El va a volver, decía. No sólo decía eso, sino que, durante tres años, hizo exactamente las mismas cosas que había hecho mientras vivieron juntos. ¿Qué cosas? Preparar la mesa para los dos, arreglar el cuarto de su hermano, tener lista su ropa, mantener encendida la estufa a leña de su escritorio, en el invierno. Todo, sí, todo exactamente igual durante tres años. Pero por supuesto que no, ninguna razón: ella no tenía ninguna razón lógica para creer que el hermano podía estar vivo. El no se comunicó nunca con ella, ni por carta ni por teléfono ni de ninguna otra forma. Todo esto lo sé porque en esos tres años nunca dejé de visitar la casa, como sé lo que acabo de decirle sobre la ceremonia diaria de arreglar ella su cuarto o poner dos cubiertos en la mesa. Yo era tal vez uno de los pocos que lo sabía, por lo menos al principio, porque con el correr del tiempo todo llega a saberse en un pueblo como el nuestro. Siempre he pensado que los pueblos son de vidrio, las paredes de las casas, quiero decir. Todo se ve a través de ellas. Todo el mundo sabe todo de todos, y lo que no se sabe se imagina o se inventa. De ahí la historia de que ella estaba loca, cuando lo que en realidad sucedía es que venía defendiéndose de la locura desde el mismo día del accidente. Yo hablé con ella, muchas veces. Era una mujer perfectamente normal, y, si no lo era, es sencillamente porque ninguno de nosotros es perfectamente normal, ni usted ni yo ni esa parejita que se está besando en la baranda de la barranca. La normalidad es como el frío, no existe. El frío es un poco más o un poco menos de calor, y la normalidad es un poco más o un poco menos de locura. Ella actuaba de la misma manera en que había actuado desde los veinte años: dependiendo de su hermano, sirviéndolo, viviendo para él. Sí, ya sé. Usted está pensando que cada vez que me refiero a ese hombre lo hago con cierta amargura, usted está pensando que ni siquiera lo nombro, usted está pensando que yo estaba enamorado de ella. Mi querido señor, no suponga que ha hecho un descubrimiento psicológico mayúsculo. Claro que yo estaba enamorado de ella, y claro que él no me caía demasiado bien, pero ésta no es la historia de mis emociones, como diría un colega suyo. Es la historia de un asesinato.
Veo que por fin reacciona. Percibo que ha dado un pequeño brinco en la oscuridad. Gustavo, se llamaba él. En cuanto a la palabra que lo sobresaltó tal vez sea exacta en el sentido jurídico, pero, en un sentido médico, no describe en absoluto los hechos.
Fue un acto de legítima defensa, por decirlo así. Venga, caminemos hasta la explanada del Hotel de Turismo, ya sé que es un adefesio pero desde ahí arriba el río parece un poco más real, más antiguo. De modo que quiere saber quién fue el muerto, quién mató a quién. Sería interesante que ahora yo le dijera que asesiné al hermano de Asumpta, por celos, cuando él volvió de su viaje misterioso de tres años. Usted pertenece a ese género de personas, usted, permítame que se lo diga, es un poeta romántico que se equivocó de siglo. Lo siento, pero no fue así. Le doy tiempo para que adivine hasta que lleguemos arriba.
No adivinó. O mejor, sí adivinó, pero no tiene ni la más remota idea de las razones que ella tuvo para hacerlo.
Sentémonos otra vez. Qué me dice de esa luna. Qué me dice de oír las campanadas de la iglesia y mirar el río, en verano, a la luz de la luna. ¿Sabe que una vez, una sola vez en mi vida, yo pude hacer esto con ella? No me pregunte cómo, pero la convencí de que me acompañara a caminar por la barranca y la traje acá. Creo que esa noche, si me hubiera atrevido... Le voy a dar un consejo, Castillo. Tengo unos cuantos años y sé de lo que hablo. Si le gusta una mujer y no está absolutamente seguro de lo que ella siente por usted, nunca pierda el tiempo en decírselo ni mucho menos en pensar cómo decírselo. Aproveche la primera oportunidad favorable que se le presente y tómela de la mano o bésela, acósela, como se dice ahora. Lo peor que puede pasarle es que ella salga corriendo, que es lo mismo que le va a pasar si le da tiempo a pensarlo. Si esa noche yo la hubiera tomado de la mano, en vez de hablar, tal vez no habría sucedido nada de lo que le estoy contando, Asumpta no estaría donde está y él no habría muerto. Ella lo enterró en el jardín de la casa. Desde acá se ve el lugar, dése vuelta. ¿Ve el paredón donde asoma la magnolia? Bueno, entre la magnolia y la galería. Fue muy poco tiempo después de su regreso. Nadie se dio cuenta de nada hasta que pasaron dos o tres meses. Creo que algunos ni se enteraron de que él había vuelto. Más tarde se descubrió todo, por supuesto, ya le dije que en los pueblos como el nuestro las paredes son transparentes. Pero yo lo supe casi de inmediato, del mismo modo que supe los motivos. Muchos imaginaron que esos hermanos eran algo más que hermanos y que ella lo mató para vengarse de algo que él había hecho durante esos años de ausencia. Qué estupidez. Asumpta, durante esos tres años, vivió esperando que él regresara. No era tanto el querer que volviera como la ceremonia de esperarlo, ¿se da cuenta? La razón de su vida, su cordura, dependían de los ritos inocentes de esa espera. Por eso preparaba todos los días su cuarto, encendía la estufa del escritorio, arreglaba su ropa. Cuando él regresó, ella no dio ninguna muestra de alegría; sí, yo también lo pensé al principio, era como si siempre hubiera sabido que él volvería. Pero sobre todo era que no podía alegrarse: la presencia del hermano rompía por última vez el precario equilibrio de su cordura. La primera vez fue su desaparición; la segunda, su regreso. Ella ya no lo soportó. Durante tres años, piense bien en esto, durante más de mil días y mil noches, ella protegió su razón con esa espera. Lo mató para no enloquecer, para seguir esperando. Después volvió a preparar su cuarto, puso todos los días dos cubiertos en la mesa, siguió cambiando con amor las sábanas de su cama. Y si nadie se hubiera enterado de lo que pasó, aún hoy lo seguiría haciendo. Ella todavía vive, naturalmente. ¿Dónde está? Por favor, Castillo, ¿dónde quiere que esté?
Desde acá el río se ve mejor, ya se lo dije; pero sólo porque es de noche. Uno de esos locos que andan sueltos cavó una zanja en una de las islas para hacer un embarcadero, creo que con la intención de construir un hotel como éste. No contó con que el río tiene sus leyes. Las correntadas abrieron un canal, arrasaron la isla, y ahora el río deposita la tierra y el limo de este lado, dijo en voz baja el doctor Cardona.











Muchacha de otra parte

Abelardo Castillo

Cuando me contestó que no era de acá, yo pensé, sin demasiada imaginación, que estaba hablando de Buenos Aires. Es el destino, le dije, yo tampoco soy de acá, y agregué que era un buen modo de empezar una historia de amor. Ella me miró con una expresión que sólo puedo describir como de desagrado, como suelen mirar las mujeres muy jóvenes cuando el tipo que está con ellas y al que acaban de conocer dice alguna estupidez. La edad, más tarde, les enseña a disimular estos pequeños gestos helados, estas barreras de desdén, de ahí que asienten, consienten y a la larga hasta nos estiman, cuando lo que de veras sucede es que han crecido y ya no esperan demasiado del varón. Lo que estoy contando sucedió hace quince años, en otoño. Sé que era otoño porque la encontré en Parque Lezica y una de las primeras cosas que dijo fue que el camino del puente siempre está cubierto de hojas, como este sendero de la plaza. Le pregunté que puente, y ella me lo describió. Al bajar del tren, tomando a la derecha, hay un camino con una doble hilera de plátanos, en seguida está el puente de madera. Después habló de los médanos. Yo no le presté mucha atención. Estaba considerando seriamente si esa chica me gustaba o no, lo que sólo podía significar que no me gustaba, cosa que (hoy lo sé) era realmente la peor manera de empezar una historia de amor. No hay más que ir descubriendo virtudes, transparencias, hermosuras parciales en una mujer, para que esa mujer se transforme en una fatalidad. Ya he cumplido cincuenta años; ella, hoy, no tendría más de treinta. Con esto quiero decir que la noche del parque andaría por los dieciséis, aunque no sé por que escribo que hoy no "tendría". Tal vez porque sólo la concibo como era entonces, una adolescente un poco demasiado intensa para mi gusto, más bien sombría, alta, de pelo muy negro y piernas delgadas. No había nada en su rostro, salvo quizá la nariz, que llamara mucho la atención. Tenía eso que suele describirse como una nariz imperiosa. Sus ojos, vistos de frente, no eran grandes ni de uno de esos colores hipnóticos e inhallables como el malva, por ejemplo, ni siquiera verdes.
Vivió a mi alrededor durante dos años y no tengo ningún recuerdo sobre el color de sus ojos. Tal vez fueran pardos, aunque podían virar a un tono más oscuro que los volvía casi negros. O acaso esta impresión la daban sus pestañas, y por eso he dicho que sus ojos, vistos de frente, no tenían nada de particular. Vistos de perfil, en cambio, eran asombrosos. Y esta fue la primera belleza parcial que descubrí en ella. La segunda, fue el pie. No hay en todo el arte gótico un modelo adecuado para un pie desnudo como el que se me reveló esa misma noche en uno de los hoteles de las cercanías del parque. Imagino que alguien estará pensando que, si ella tenía dieciséis años, su aspecto no debía ser muy infantil, o no la hubieran dejado entrar en un hotel conmigo. Lo cierto es que nunca supe su edad real, parecía de dieciséis. Y nunca dejó de parecerlo. Claro que a esa edad crecer uno o dos años es lo mismo que crecer un día, así que no tenía por que cambiar demasiado, aunque ya hace mucho tiempo que empecé a preguntarme si su primera confesión de esa noche (no soy de acá) no significaba algo distinto de lo que yo imaginé. Hay otros mundos, es cierto. Son tan reales como este; y no diré ninguna novedad si aseguro que están en este.
En cuanto al hotel, requiere alguna explicación. En esa época las mujeres usaban aquellos bolsos enormes, tipo mochila. Nunca supe qué metían ahí adentro; pero era como si se desplazaran por Buenos Aires con la casa encima, como los caracoles. Lo increíble solía ser su peso. Y bastaría reflexionar un segundo sobre el peso de aquellos bolsos de Pandora y sobre la cantidad de cuadras que eran capaces de caminar llevándolos a cuestas, para dudar seriamente de la fragilidad física de las mujeres, al menos de las de mi tiempo. Si no fuera por la cara que tenés, te propondría ir a dormir a un hotel, le había dicho yo. No creo haber pronunciado en mi vida una frase tan directa ni con menos intención de ser tomada en serio. Ella me miró, frunciendo las cejas, como si considerase el aspecto práctico del problema. Estábamos sentados en un banco de la plaza; ahí mismo abrió su bolso, sacó unos anteojos negros, sacó una impresionante capelina de paja, la restituyó a su forma original con dos o tres toques parecidos a pases mágicos, sacó unas sandalias doradas de taco más que mediano, que cambió rápidamente por sus zapatillas de tenis y sus medias de jugador de fútbol, se puso la capelina y me dijo: "Vamos." El poder mimético de las mujeres no es un descubrimiento mío. Con poseer dos o tres atributos básicos, cualquier chica que ordeña vacas puede transformarse en condesa, si la visten adecuadamente; y la historia del mundo prueba que esto ocurre a cada momento. Unos segundos antes yo tenía sentada a mi lado a una adolescente de pantalones bombachudos, chiripá y zapatillas de delincuente juvenil; ahora tenía, de pie frente a mí, a una altísima joven de babuchas más o menos orientales, capelina, chal sobre los hombros y anteojos negros. Una actriz de cine dispuesta a no revelar su identidad o una princesa de la casa de Mónaco viajando de incógnito por la Argentina. En la media luz violeta de la concerjería del hotel, era realmente un espectáculo sobrecogedor. Acaso aún parecía algo joven; pero nadie en el mundo se hubiera atrevido a importunarla preguntándole la edad. De más está decir que a estas alturas el bolso faraónico lo cargaba yo. Ella llevaba en la mano una carterita, que luego resultó ser de útiles relativamente escolares y que podía pasar por ese otro tipo de objetos misteriosos, por lo liliputiense, que las mujeres llevan a las fiestas y que acaso contiene un pañuelito de diez centímetros cuadrados, un geniol, una estampilla. Subimos y caí extenuado sobre la cama, a causa de la mochila. Y ahora tal vez debo decir que he visto desnudarse a algunas mujeres. No tantas como me gustaría hacerle creer a la gente; pero he visto a algunas. Nunca vi a ninguna que se desnudara, por primera vez, como ella. Ni artificio ni cálculo ni erotismo: se desvistió como una chica que se va a pegar un baño, cosa que por otra parte hizo. Cuando por fin se acercó a la cama, envuelta en un toallón, yo dije la segunda de las muchas estupideces que iba a decirle en mi vida. Le pregunté cuántas veces había practicado el número transformista de las sandalias, los anteojos y la capelina. No recuerdo si habló; recuerdo que abrió los ojos y se llevó las manos al pecho, como si se ahogara. Las pupilas le brillaban en la oscuridad como las de un animal aterrorizado. En más de una ocasión sospeché que estaba algo loca o que no era del todo real; esa noche fue la primera. Calmarla me llevo mucho tiempo; acostarme con ella, también. Más tarde le pregunte por que había aceptado venir. "Por el modo en que me lo pediste", dijo sonriendo. Lo que pasó esa noche, lo que pasó hasta la madrugada de ese día y de otros días, prefiero no recordarlo con palabras. Lo que una mujer hace con un hombre, cualquier mujer lo ha hecho y lo hará con cualquier hombre. Sólo los imbéciles creen que esa fatalidad es la pobreza del amor, no saben que ahí reside su eternidad, su linaje, su misterio. Tal vez no todas las mujeres murmuran casi con odio no soy de acá, no soy de acá, cuando el sexo las pierde en esa región que sólo ellas conocen; pero, digan o callen lo que quieran, cualquier hombre ha sentido que cuando por fin todo termina parecen volver de otro lugar. Ella, a veces, me lo describía. Hay allá la cúpula de una pequeña iglesia, que se ve entre los árboles si uno se detiene en el lugar adecuado del puente. Hay a veces un arroyo de aguas traslúcidas entre cuyas piedras nadan pececitos negros, que acaso son pequeños renacuajos, aunque a ella esa idea le resultara desoladora. Otras veces no había arroyo, y sí largas veredas arboladas de moras. Sólo una vez hubo un faro. Esas inesperadas variantes, que al principio me parecían caprichos, distracciones o mentiras, dibujaron con el tiempo un mapa preciso que ahora yo puedo reconstruir árbol por árbol, casa por casa, médano por médano. Porque los médanos estaban siempre, en sus palabras y en sus sueños. Como estaba siempre el camino dc los plátanos dobles, cubierto de hojas y, al terminar ese camino, el puente de madera desde donde se ve el campanario de la pequeña iglesia. De la primera noche no recuerdo estas cosas, sino de otras noches, en las que volvíamos de un cine de barrio, caminábamos por el puerto y nos despertábamos en mi departamento o en cualquier hotel donde la capelina había sido reemplazada por un vestido rojo de escote escalofriante y los ojos maquillados como un oso panda.
Sé que lo que voy a escribir ahora suena pueril, novelesco, demasiado fácil de ser escrito; pero nunca supe su verdadero nombre. Tampoco supe dónde vivía ni con quién. Con un abuelo muy viejo, me dijo a desgano una tarde en que insistí casi con enojo. El abuelo, por lo menos esa tarde, estaba casi ciego y apenas tenía contacto con la realidad, lo que significaba que ella podía volver a cualquier hora y hasta faltar de la casa uno o dos días, con tal de no dejarlo morir de hambre. Una madrugada le propuse acompañarla. Me preguntó si estaba loco. Qué iba a pensar la tía Amelia si la veían llegar con un hombre que era casi una persona mayor después de haber faltado un día entero de su casa. Esa noche me había hablado del faro; me desperté de golpe y la vi sentada en la cama, mirándome desde muy cerca, con los ojos muy abiertos. "Volví a soñar con el faro", me dijo. Yo dije que no era cierto y la oí gritar por primera vez. "Qué sabés de mí", gritó. "No sabes nada de mí. Volví a soñar con el faro y era el faro al que iba a jugar cuando era chica; ahora ya no está, pero era el mismo faro." Le conteste que no era posible que hubiese vuelto a soñar con un faro, ya que nunca me había hablado antes de ningún faro. Me miró con rencor, después me miró con miedo. Comenzó a vestirse y parecía desconcertada. "No puedo haber soñado con el faro", dijo de pronto. "Lo inventé todo." Ésa fue la madrugada en que le propuse acompañarla y ella me habló de la tía Amelia. Le hice notar que hasta hoy había vivido con el abuelo. Me miró sin ninguna expresión, o quizá con la misma mirada desdeñosa del primer día. "No voy a volver a verte nunca más", me dijo. Y, por un tiempo, no volvió. Si no hubiera vuelto nunca, tal vez yo ahora no estaría buscando el pueblo que está más allá de la arboleda y el puente; pero un día, al llegar a mi departamento, la encontré sentada en mi cama. Miraba fascinada una revista de historietas y estaba comiendo una torta de azúcar negra. Tenía el pelo más largo. Levantó una mano y, sin apartar los ojos de la revista, me saludó moviendo apenas los dedos. No tuve tiempo de asombrarme porque sucedieron dos cosas. Verla ahí, tan irrefutable y casual, me hizo tomar conciencia de que si ella no hubiera vuelto yo no habría tenido manera de encontrarla. La otra, fue algo que dijo. Yo le había preguntado dónde estuviste todo este tiempo, y ella, con distraída alegría, contestó de inmediato: "En casa." No fueron las palabras, sino el tono con que las pronunció. Supe que no hablaba de la casa del abuelo ciego o la tía Amelia, admitiendo que existieran. Ni siquiera pensaba la palabra casa en el mismo sentido que yo, en el sentido convencional de objeto para habitar. Había dicho casa como una sirena diría que ha vuelto unos meses al mar. Iba a preguntarle cómo había entrado pero me callé. Desde ese día aprendí a callarme. Para empezar, me resultaba un poco alarmante admitir que su casa, su casa real, en algún barrio de Buenos Aires, me importara mucho menos que el lugar con el que soñaba y del que me hablaba a veces, como si hablara en sueños, sin poner ninguna atención en que ciertos detalles descriptivos coincidieran o no. En segundo lugar, noté algunas cosas que podría haber notado mucho antes, lo que de paso agravó mi temor retrospectivo, el miedo inesperado de lo que podría faltarme si ella no hubiera vuelto. Me di cuenta, por ejemplo, de que la quería, y me parecía inconcebible haberlo descubierto gradualmente. También me di cuenta de que no había que hostigarla con preguntas, ni atemorizarla. La violencia le daba miedo, y la ironía y la vulgaridad la llenaban de tristeza. Hoy sé que cuando un hombre comienza a tener en cuenta estas cosas mejora mucho su visión general de la vida o se vuelve idiota. Yo sigo pensando que la vida es horrible; tal vez por eso estoy buscando el pueblo. Una o dos semanas después de ese regreso me preguntó, por primera vez, qué me pasaba. No era de hacer este tipo de preguntas, lo que bien mirado podía ser un rasgo de egoísmo infantil, en el que la palabra infantil explica, mejor que ninguna otra cosa, lo que digo más arriba sobre la visión generosa del mundo y la idiotez. Tuve una intuición súbita y le dije que no, que no me pasaba nada, que sólo estaba pensando en si habría vuelto a ver el faro cuando estuvo allá. Después la tomé del hombro y le señalé el baldío de una demolición. Mirá aquella pared, le dije, con los dibujos que quedan en la medianera uno puede reconstruir cómo era la casa. "Sí", dijo, "es cierto, pero no se puede saber si eso es lindo o triste. No, el faro no está más y yo creo que nunca lo vi, debe ser una de esas historias que me cuenta el abuelo". Le pregunté por qué habrían plantado una hilera doble de moreras a los costados del camino. Se rió y me preguntó de qué estaba hablando. "No son moras", dijo, "son plátanos altísimos y viejísimos, la calle de las moras es la de la vieja Eglantina, la que nos regalaba semillas de mirasol". Yo insinué que los médanos, al correrse con el viento, debían taparlo todo. Seguía riéndose. Los médanos están hacia el otro lado, como quien sale del pueblo. Y no tapan las casas pero es cierto que se mueven, a la noche, y cuando uno despierta todo está cambiado y es como si el pueblo entero se hubiera ido a otro lugar. Se calló. Me estaba mirando con desconfianza, no lo sentí en sus ojos, que no veía, sino en la rigidez de su piel bajo mi mano. Era como si cualquier lugar de su cuerpo estuviera tramado con la misma materia sensible e intensa. Le dije que tenía sueño, que tal vez debiera ponerse la capelina. Me dijo que no había traído la capelina ni los anteojos negros ni las pinturas y que odiaba los hoteles. Iba a contestarle que la última vez no parecía odiarlos tanto, pero reconocí con cautela que, si lo pensaba un poco, yo también les tenía rencor. Caminamos hacia mi departamento. Yo subo, le dije en la puerta. Me siguió. Cuando llegamos al dormitorio tuve otra intuición. Y ahora te ponés la capelina y me mostrás el pie. Volvió a reírse. Y, por lo menos esa noche, sentí que a veces poseo cierta habilidad natural para hacer bien algunas cosas.
Todos tenemos tendencia a creer que la felicidad está en el pasado. Yo también he sentido que algunos minutos de ese tiempo fueron la felicidad, pero no podría vivir si pensara que todo lo que se me ha concedido ya sucedió. Un día de estos voy a envejecer de golpe, lo sé; pero también sé que si cruzo aquel puente ella podrá reconocer mi cara. Ya conozco el lugar como si yo mismo hubiera nacido en él, no con exactitud porque la memoria altera, sustituye y afantasma los objetos, pero con la suficiente certeza como para saber cuáles son sus formas esenciales. Una vez leí que todos los pueblos se parecen. El que escribió eso debe odiar a la gente. No hay un solo pueblo, tenga médanos o no, que sea idéntico a otro, porque es uno el que inventa sus lugares, levanta sus casas, traza sus calles y decide el curso de sus arroyos entre las piedras. Todos los que no somos de acá, sabemos esto. Me costó más de cuarenta años aprender esta verdad, que una alta chica loca de pie árabe conocía a los dieciséis. Cuando ella por fin desapareció, yo todavía ignoraba estas cosas, pero ya conocía los detalles, la topografía, el color del pueblo. A las siete de la tarde, en otoño, uno entrecierra los ojos en los médanos, y es como una ceniza apenas dorada. Cuando existe el arroyo, la zona del puente, a la noche, parece un cielo invertido, de un azul muy oscuro, móvil, porque las luciérnagas se reflejan en el agua y es como si las constelaciones salieran de la tierra . Hay dos molinos. El viejo Matías tiene un caballo matusalénico, de más de treinta años. "Tiene casi tu edad, Abelardo", me dijo alarmada una de las últimas noches que nos vimos. Yo le contesté que los caballos, por lo menos en algún sentido, no son siempre como las personas. Ya he dicho que el tono irónico la molestaba o la desconcertaba. "Por qué decís en algún sentido", me preguntó. Yo estaba cansado y algo distraído esa noche, hice una broma acerca del comportamiento sexual que ciertas jóvenes de su edad consideraban natural en el varón. Tardé una hora en explicarle que era una broma, y otra hora en convencerla de que debía acostarse conmigo. El cansancio produce efectos paradójicos, el pudor herido de las mujeres también. Aquello fue como ser sacrificado y asesinar al mismo tiempo a una deidad loca, como cambiar el alma por un cuerpo y vaciarse en el otro y llenarse de él y despertar diez veces en un cielo y en un infierno ajenos. Lo que aún no conocía del lugar, lo conocí esa noche. No sólo porque ella habló horas en el entresueño, sino porque lo vi. Lo vi dentro de ella mientras yo era ella. Cuando se despertó, a las cuatro de la mañana, simulé estar dormido. Cuando salió de casa, me vestí a medias, me eché un sobretodo encima y la seguí. El cansancio me daba la lucidez y la decisión de un criminal. No era sólo el afán de saber adónde iba cuando me dejaba; era la voluntad de recuperarla cuando no volviera. Porque esa noche supe también que, por alguna razón, aquello no podía durar mucho tiempo más, y que ella, sin saberlo, decidiría el momento de la separaeión. Vi su casa, su casa real, en un sórdido y real barrio casi en el límite de Buenos Aires. Era una casa baja, en una cuadra de tierra de esas que aún quedaban, o todavia existen, por la zona de Pompeya. Tenía una verja de alambre tejido y, al frente, un jardín con malvones y un arbolito raquítico. Ella cortaba algo del arbolito y lo iba poniendo en la palma de su otra mano. Después se llevó la palma de la mano a la boca y entró en la casa sin encender la luz. Esperé más de una hora y no volvió a salir. Ahí vivía y no sabía que la había seguido. Cuando llegué a mi departamento iba repitiendo el nombre de la calle y la numeración de la cuadra. No era ese el modo de volver a hallarla, pero uno se aferra hasta el último momento al consuelo de lo real. Volví a verla, por supuesto; algunas veces. Nada cambió. Ni los cines de barrio ni los encuentros en el parque ni siquiera el rito de la capelina en los hoteles. Un día me dijo que el abuelo estaba muriéndose, y supe, por fin, lo que ni ella sabía: que ya no iba a verla más. Dejé pasar un tiempo y fui hasta Pompeya. Pensé algo en lo que no había pensado hasta ese momento. Me van a decir que no la conocen, que nunca la vieron. La conocían, sin embargo. La chica del pelo negro, que visitaba al abuelo de la casa amarilla. Ya no andaba por allí, a decir verdad no vivía en la casa, venía y se iba, y cuando murió el señor no volvió más. Pregunté por la tía Amelia. Nunca hubo una tía Amelia, eran ellos dos. En realidad, él solo; la chica venía a veces.
Y es todo. Esto fue hace quince años; desde hace diez estoy buscando el pueblo. Sé que existe, porque ella soñaba con él y sabía cómo se llega. Tengo también otras razones, que ustedes no compartirán. En una cortada de tierra, en Pompeya, vi unos plátanos. El árbol del jardín de la casita era una mora. 











El candelabro de plata

Abelardo Castillo

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero trataré de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa, todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata –más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock, cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto, para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité, imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y, adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo:
–Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:
–¿Qué dice usted, señor? ...
– Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
– Pero, ¿cómo, yo... con usted? . . .
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.
Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
– Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el apenas caminaba.
Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:
– Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser. Sólo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca.
Dije:
– Pero, ¿Como te enteraste de ellos?
– El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me acuerdo, cómo era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mi también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunté:
–¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...?
Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.
–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería, señor?
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque este contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación. Dijiste:
– Qué vergüenza, señor.
Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires.
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a si mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño.
El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo engañe y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto.
Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto dijo:
–Pero, ¿por qué señor, por qué...?
No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con toda su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora sólo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban. Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el también, a ser una persona.
De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron.
Dije:
–¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?...
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
–¿Sabés lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la suya, dije:
– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí secamente:
– Por eso.
– Quiere decir...
– Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me erguí, hablaba con voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que tienen derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
– Calle usted, señor... –murmuró aterrado.
Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba:
– Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.
– Por Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceo llorando:
– No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa . Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.







La madre de Ernesto


 Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza —porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia— nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, por que no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.


Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
—¡No!
—Sí. Una mujer.
—¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos —porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias—, y luego, en voz baja, preguntó:
—¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
—¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
—¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
—Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
—Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.

Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
—Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
—Pero es la madre.
—La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
—Y se los come.
—Claro que se los come. ¿Y entonces?
—Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
—Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
—Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo —quién sabe— que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
—No digas porquerías, querés —me dijo Aníbal.

Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
—No se lo deben de haber prestado.
—A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
—No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
—¿Cómo será ahora?
—Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
—Esto es una asquerosidad, che.
—Tenés miedo —dije yo.
—Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros.
—Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
—¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
—Es Julio —dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
—Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
—Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal: lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
—¿Cuánto falta?
—Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos: pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
—Al fin de cuentas, es un castigo —tu voz, Aníbal, no era convincente—: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
—¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
—¿Y si nos hace echar?
—¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!

A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
—Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
—A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
—Como en misa —dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
—¡Mirá si en una de esas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba dentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
—¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados —eso: separados— delante de ella. Me encogí de hombros.
—Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara, la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional: una sonrisa vagamente infame.
—¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden: una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
—Voy yo —murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos. nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.


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