jueves, 28 de enero de 2010

Guebel Daniel

Matilde



Tiempo atrás, Emilio G... conoció a una mujer. Él no contaba con más de veinticinco años; ella se llamaba Matilde R..., había llegado a la treintena, estaba casada con el dueño de una concesionaria de automotores. Una vez que los primeros encuentros hubieron acontecido y habiendo ofrecido Matilde sus primeras confesiones, Emilio pudo enterarse, con un poco de asombro, de que el marido era un amante irreprochable. Aquello que Matilde tomaba de Emilio era completamente diferente de lo que daba y obtenía en la vida conyugal. Sorprendido de la velocidad y el ímpetu con que ella se le había entregado, Emilio quiso saber si esa diferencia –que Matilde no cesaba de exaltar– pertenecía al orden de la fisiología o de la mera curiosidad mundana. Pero Matilde le juró que no había sido la avidez por nuevos vínculos carnales el motivo que la llevara a arrojarse a sus brazos. Cuando Emilio pretendió ahondar en esa explicación se encontró con que, a juicio de Matilde, el vínculo que mantenían estaba dominado por las cualidades de lo oscuro y lo inexpresable. Eso le pareció, en primera instancia, interesante, pero luego no dejó de provocarle alguna inquietud. ¿Era a consecuencia de esas cualidades por lo que al término de cada encuentro Matilde quedaba pálida y con todos los miembros del cuerpo temblando?

    Acostumbrado al tortuoso rumbo de sus pensamientos –que él no atribuía a su inclinación al caos sino a un exceso de escrúpulos–, insensiblemente Emilio había ido distanciándose de la vida social e incluso de las preocupaciones corrientes; los éxitos en su carrera de joven empresario le habían construido una imagen de persona empeñosa y decidida que él toleraba con cierta perplejidad; el círculo de sus contactos comerciales entendía sus rasgos de timidez como gestos de soberbia, interpretaba sus silencios como muestras de desprecio por el eventual interlocutor. Para escapar de la proliferación de tales equívocos, Emilio había aprendido a recluirse en los laberintos de su mundo subjetivo, y al hacerlo fue perdiendo, sin desearlo y sin saberlo, el hábito de suponerse sujeto a las solicitaciones de la pasión. Y era por eso tal vez que, aunque en un principio aquellos arranques de Matilde se le antojaban un tanto cómicos y conmove dores, con el pa so de los días la situación suscitada empezó a volvérsele difícil; no sabía cómo ni entendía por qué estaba siendo empujado a prodigarse en todos los excesos que la imaginación de su amante reclamaba para sentirse correspondida en plenitud. En su opinión, el capricho de Matilde iba en contra del orden natural de los acontecimientos, el cual había conferido a esos encuentros carnales el carácter propio de un suceso efímero y carente de relevancia. "Es una mujer adulta –pensaba–. Pronto se va a cansar de mí o temerá que su marido se entere. En ese momento va a abandonarme".
    Consecuente con ese modo de entender las cosas, Emilio asignaba poca importancia a aquellas citas clandestinas y durante su transcurso a veces permanecía largos ratos en silencio. Matilde, que no comprendía la razón de esos ensimismamientos ni había alcanzado nunca a suponer que un hombre podría permanecer hasta tal punto indiferente a sus incitaciones, tomó esa reticencia de Emilio por una manifestación de despecho, y creyó que su amante estaba fastidiado porque sólo ocasionalmente sus favores le eran concedidos. Para atenuar ese presunto disgusto comenzó a visitarlo con mayor frecuencia en su domicilio. En ocasiones, Emilio volvía a su departamento luego de una extenuante jornada de trabajo y allí, en la puerta de entrada del edificio y a plena luz del día, estaba Matilde esperándolo. Emilio juzgó prudente advertirla del peligro que corría: vivían en zonas aledañas, no era imposible que una vecina pudiera reconocerla y en ese caso, ¿cómo se justificaría ella por permanecer ahí?
    Tan sencillo comentario, que Emilio supuso la haría entrar en razón, provocó en Matilde una reacción inesperada. Su rostro se congestionó, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas y en voz muy alta lo acusó de proceder como un cobarde. Alarmado por los gritos Emilio intentó conducirla al interior de su departamento, pero Matilde se empecinó en permanecer en la calle. Ya no gritaba; lloraba mansamente y cada tanto exhalaba suspiros de angustia. Cuando el llanto cesó, Emilio probó razonar de nuevo: dijo que nada ganarían ambos si se comportaban como niños; dijo que la imprudencia alentaría represalias por parte del marido si éste llegaba a enterarse de lo que ocurría. Al oír tales afirmaciones, Matilde, que había escondido la cara entre las manos, la descubrió para decir: "Oscar no me haría nada". Encogiéndose de hombros Emilio se limitó a responder: "Quién sabe".
    Luego de aquel suceso Matilde no se dejó ver por algún tiempo; Emilio creyó que, habiendo tomado conciencia de lo irregular de la situación, su visitante había elegido abandonarlo. Pero una tarde, al regresar de su trabajo, la encontró ante la puerta de su edificio. Con más curiosidad que entusiasmo, la hizo pasar. Aquella vez Matilde se mostró más ardiente que nunca; en el reposo posterior al coito dijo que su ausencia se había debido al dolor que le provocaran las palabras de Emilio: tanto la habían lastimado que cayó enferma y tuvo que pasar una semana en cama. Emilio supuso que tal enfermedad era un modo de hablar, una exageración típicamente femenina, no obstante, por cortesía quiso saber qué pudo haber dicho que generara tamaño sufrimiento, pero Matilde se abrazó a su cuerpo e intentó callarlo a fuerza de besos. Emilio insistió y Matilde continuó besándolo y en alas de esa efusión aseguraba que lo dicho pertenecía al pasado. Aquella vez Matilde no partió del departamento de Emilio hasta que fue noche cerrada.
    Días más tarde Matilde dio otra prueba de su conducta extravagante. Emilio le comentó que había perdido una camiseta de lana –era una camiseta vieja pero muy querida por él, y que siempre usaba en invierno–, y Matilde le confesó riendo que se la había llevado y que en su casa dormía con ella a cambio del camisón. Emilio calló su opinión pero el gesto de Matilde le pareció una audacia inútil: como si no bastaran los riesgos propios de un vínculo furtivo, ella necesitaba agregar una cuota de desafío... ¿no carecía de sentido, eso? ¿Cuánto tardaría el esposo en enterarse si así desparramaba su mujer las pruebas de la aventura?
    Tal certeza le produjo un fastidio que no pasó desapercibido a ojos de Matilde. Al preguntarle qué le ocurría, por toda respuesta Matilde se topó con el mutismo malhumorado de su amante, quien parecía indeciso entre sincerarse y no hacerlo; deseoso de alertar a Matilde respecto de lo insensato de su conducta, Emilio era sin embargo consciente de lo ridículo de su posición. ¿Cómo era posible que fuese él quien se preocupara por las supuestas reacciones del engañado? Por lo demás, recordaba claramente que sus anteriores advertencias habían caído en el vacío. Por estos motivos, Emilio callaba, adoptaba un semblante ensombrecido y, a lo sumo, alegaba no tener ganas de hablar.
    Preocupada por la actitud de Emilio, Matilde imaginó varias posibles razones; todas le parecieron endebles. Finalmente concibió la hipótesis de que su amante estaba momentáneamente cansado de reiterar ciertas caricias y espasmos; entonces, para insuflar algún aire de novedad a los acoplamientos alivió su vestir de las prendas discretas y a veces iba a visitarlo llevando provocativas combinaciones de ropa interior y lo exhortaba a locuras del cuerpo que Emilio íntimamente consideraba próximas a la aberración. En cualquier caso, estas mecánicas forzaban cualquier clase de resultados excepto los que Matilde esperaba, y para su desesperación terminaban con Ernilio abroquelado en su silencio habitual.
    Así ocurrió repetidas veces. En una oportunidad en que el clima de conflicto –con todas sus inexpresadas causas– se había adensado hasta lo lmposible, Matilde imploró a Emilio: "Por lo que más quieras en el mundo, por favor decime qué es lo que te pasa". Emilio vaciló unos segundos. ¿Qué podía decir? Pero en la voz trémula de Matilde se oía el eco de un tormento tan grande que Emilio entendió que no habría para ambos nada peor que el seguir callando. Entonces, sacando fuerzas de flaqueza, dijo que a su juicio se hacía indispensable la cesación del vínculo. Dicho esto, Emilio quedó cruzado de brazos como si creyera que sus palabras contenían en sí mismas una evidencia indudable, el peso arrollador de su necesidad. Para su sorpresa, Matilde no lo entendió así; ante las palabras de su amante sólo atinó a palidecer; la mueca que de inmediato se dibujó en su rostro parecía un fiel reflejo de la más completa incomprensión, del más doloroso desconcierto. Tal vez –se ilusionó Emilio por un instante– aquella mujer no había aprehendido del todo el sentido de lo dicho; tal vez lo dicho se instilaría en su cerebro por efecto de la reiteración. Y ya estaba Emilio dispuesto, ya estaba empezando a armar su frase cuando ella lo interrumpió exclamando: "¿Por qué, por qué?"
    Extrañado de que a Matilde se le escapara algo tan obvio, Emilio se dio a urdir una explicación: dijo que en el tiempo y el espacio cada cosa y cada persona encontraban el límite de sus posibilidades, y que asimismo lo encontraban cada emoción humana y cada relación. La suya, la de ellos dos, había sido ¿qué duda cabía?, una relación humana emocionante, y como tal había resultado rica y grata pero– y de eso ambos no eran responsables–, en tanto relación humana, sus emociones se habían desgastado por el roce del tiempo y los problemas del espacio; en tal sentido, y de continuar en el camino por el que andaban, el carácter humano que ellos poseían permitía prever que a sus emociones el porvenir no habría de depararles más que débiles copias, desgastes de los momentos de felicidad ya idos. Lo más posible –agregó– era que incluso esos espejismos de felicidad resultasen, en lo futuro, inexistentes, siendo forzosamente reemplazados por el cúmulo de infortunios que en realidad ya empezaban a sufrir.
    Habiendo abundado en su explicación lo suficiente, y no teniendo esperanzas ni deseos de que su relación con Matilde fuese a mejorar, Emilio ahora creyó que con lo expresado ambos alcanzaban, como por un acuerdo de la naturaleza, la completa comprensión del fin; así, sugestionado por la certeza que sus propias palabras transmitían, no estaba preparado para aquello que en los siguientes momentos habría de escuchar... Matilde, que en el curso de la exposición a duras penas había podido contener su llanto, después que Emilio hubo concluido alzó la voz en una especie de trino angustioso. Estremeciéndose, gritó que ella sabía qué era lo que pasaba. "¡Vos te engañás!", dijo. "¡Vos te engañás y yo no!" Emilio no creyó pertinente aumentar el fuego de ese despecho con el soplo de réplicas justas pero inoportunas; para él era obvio que cualquier cosa que dijese resultaría peor. Pero Matilde creyó que con su silencio Emilio abría una instancia de crédito a sus palabras, y entonces continuó. Lo que alimentaba la desgracia –dijo en medio de sollozos– era el seguir aferrados a la modalidad de los encuentros clandestinos, siempre amenazados por la hora de la separación, nunca tranquilos, no conociendo la calma, ni la entrega plena, ni la paz. Del estrechamiento del vínculo y no de su ruptura obtendrían ellos nuevas alegrías. ¿O acaso Emilio no imaginaba cómo se sentía ella cuando, después de haber vivido lo que vivían juntos, tenía que volver al oprimente panorama que ofrecía su matrimonio? Si era el separarse motivo de desdicha, ¿por qué una separación definitiva habría de otorgar alivio a sus males?
    Al escuchar estas razones Emilio debió reconocer ante sí mismo que carecía de argumentos para rebatirlas; incluso, de tenerlos, la gentileza exigible a su condición masculina le impediría ofrecerlos como prueba. ¿Qué podía entregar más allá de la evidencia que en sí mismo aportaba su desinterés? Matilde tenía que ser muy necia para no comprender esto. No obstante, como el momento admitía todo menos la perpetuación de su silencio, Emilio finalmente debió murmurar que lo dicho por Matilde era correcto. "Tenés razón –dijo– pero ya decidí que debemos separarnos. Algo en mí me dice que así tiene que ser". Y para disimular la inconsistencia de su réplica mientras decía estas cosas se golpeaba el pecho con un puño, de modo que el pecho sonaba como un tambor.
    Habiendo permanecido de pie hasta entonces, cuando dejó de golpearse Emilio tomó asiento; Matilde quedó enhiesta frente suyo, rígida como una estatua, cruzada de brazos. Estaba pálida pero firme y callaba mientras se mordía los labios. Luego, abruptamente, habló. Como si hubiera leído un pensamiento que en la mente de Emilio aún no llegaba a formularse, dijo: "Es tarde para pensar en mi marido". A esto, Emilio pidió una aclaración, y Matilde se limitó a repetir su frase y después dijo: "Oscar se resignó". "¿Qué?", preguntó Emilio. "Ayer junté coraje y le dije que me venía a vivir con vos." "¿Cómo?" "Así: viniendo." Matilde ahora se mostraba plácida; en un súbito cambio de humor descruzó los brazos y se abrazó a Emilio. Duro como hasta hacía unos instantes lo estuviera ella, Emilio no respondió a las preguntas y apenas pudo averiguar si el marido no había dicho nada, si no había reprochado nada, si nada había hecho para impedir semejante determinación. Riendo, Matilde negaba con la cabeza y cubría de besos las mejillas y los ojos de Emilio. A Emilio, el rápido ejemplo de conciliación conyugal que tal prescindencia obsequiaba le pareció la muestra más perfecta de que disolver aquel matrimonio resultaría un error. "¿Nada? –insistía–. ¿No protestó, no quiso...?" "¿Él?", continuaba riendo Matilde; pero luego, serenándose un tanto, explicó que ríos de sangre árabe corrían por las venas de su marido, volviéndolo extremadamente respetuoso de las decisiones del destino. "Para Oscar –agregó– nuestro destino está escrito desde siempre. Sólo sucede lo que tiene que suceder".
    El fatalismo del marido de Matilde impresionó vivamente a Emilio. Que el tal Oscar aludiera a una ley superior para explicar el caso... eso enaltecía el papel que cada uno de ellos tenía que desempeñar en la presente ocasión. En su fuero interno, Emilio debía reconocer que quien rechaza a una mujer lo que hace no es labrarse un destino sino despreciar una oportunidad. Y aunque esa mujer no fuera para él más que una que circunstancialmente había tomado para cumplir el impulso de la consumación sexual, ese azar o ley superior, si como tal era admitido, otorgaba a todo acto pasado la apariencia de un sentido, una dirección y una voluntad. En esa perspectiva, entonces, si aceptaba la continuidad del vínculo con Matilde no haría otra cosa que adscribirse a una regla de comportamiento cuyos términos, en rigor, sólo la renuncia de Oscar alcanzaba a definir con precisión. Esta regla, en Oscar, constituía un elemento de sabiduría ante un designio inescrutable pero en el que se podía confiar; y por eso –entendía Emilio– Oscar aceptaba serenamente el hecho de desaparecer del espectro sentimental de Matilde. Pero en cambio, ¿él? Emilio tenía que reconocer que, de una manera turbadora pero efectiva, Matilde había hecho girar la rueda y que al respecto él debía volverse digno de lo ocurrido, lo cual significaba aceptar la nueva modalidad de ese movimiento y poseer plenamente –sin reticencias, quejas ni lamentos– a Matilde.




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