martes, 9 de agosto de 2011

La locura en la Argentina - José Ingenieros




IV. Los alienados en la Época de Rosas


I. Los servicios de asistencia pública. - II. Tratamiento de los alienados. - III. El terror y la locura. - IV. Los locos de Palermo. - V. Los locos propagandistas. - VI. Concepto político de la locura. 

I. Los servicios de asistencia pública
Circunstancias económicas y sociales bien conocidas concurrieron durante la tiranía para que fuesen desamparados todos los servicios de beneficencia y medicina pública. Las dos instituciones civiles, habilitadas por Rivadavia y por García, languidecieron. Rosas, por un decreto, hizo cesar en 1835 la Sociedad Filantrópica; al mismo tiempo presionó las escuelas regidas por la Sociedad de Beneficencia, 89 ) hasta que en 1838 les retiró todo recurso, mandando que cesaran si no podían sostenerse con limosnas de particulares. ( 90 ) La Sociedad efectuaba, desde mayo de 1833, una inspección del vestuario y racionamiento de los presos de la cárcel pública; suspendiese este servicio en abril de 1836. Dos años más tarde, Rosas economizó totalmente los recursos destinados a la Casa de Expósitos, ordenando que los niños existentes fuesen distribuidos entre las personas que tuviesen la caridad de recibirlos. ( 91 ) El Hospital de Mujeres quedó librado, igualmente, a la limosna de los vecinos. El Colegio de Huérfanas, trasladado en 1834 de San Miguel a La Merced, se salvó del naufragio porque tenía muchas alumnas que pagaban una buena pensión y costeaban lo más de sus gastos; algunas damas federales continuaron ocupándose del establecimiento, desde 1838 hasta 1852, previa adopción por sus alumnas del uniforme impuesto por Decreto del Ministerio de Gobierno. ( 92 ) Las demás escuelas, en 1842, pasaron a depender de la Policía. 
Los Hospitales y Cárceles que hubieron de ser administrados por la Sociedad Filantrópicano ganaron, en 1835, al volver a manos del gobierno. No exagera, pues, el doctor Penna, al sintetizar la situación en pocos párrafos: "En el segundo gobierno de don Juan Manuel de Rozas los establecimientos hospitalarios destinados a la asistencia pública se resintieron de nuevas necesidades, dependientes de la falta de atención de dicho gobierno; fundándose en la conveniencia de disminuir los gastos del Tesoro Público, redujo primero el presupuesto del Hospital General de Hombres a 12.000 $ mensuales y el de mujeres a 5.000, con encargo de que sus respectivos Ecónomos-Cajeros atendieran con esas sumas el pago de los empleados y demás gastos necesarios; y con el fin de asegurar la mejor inversión de esos fondos en el Hospital de Hombres, nombró una comisión de vigilancia compuesta de los señores Justo García Valdéz, José Lepper y Carlos Plomer. Como por ese decreto (26 de setiembre de 1835, año 26 de la Libertad, 20 de la Independencia y 6 de la Confederación Argentina) se anulaba toda resolución anterior, la Sociedad Filantrópica cesó en su misión y entró en un largo eclipse. 
"El sistema singularmente económico del tirano se prolongó con la ligera variante que anualmente introducía en la composición del personal de la Comisión Fiscalizadora, hasta el 28 de abril de 1838, en que el gobierno, en plena bancarrota, resolvió retirar por completo toda la asignación con que mensualmente contribuía al sostenimiento de los hospitales; en la nota en que hacía esta comunicación, disponía que los administradores de esos establecimientos incitaran al benéfico y caritativo pueblo de Buenos Aires a una suscripción voluntaria para subvenir a esos gastos que se proporcionarían o la autorizara por entradas que se obtuvieran; y, si la suma recaudada de esa manera no alcanzara a ese objeto, se disponía, en la citada comunicación, 'el cese del hospital hasta que, triunfante la República del tirano que intenta esclavizarla y libre del bloqueo que sufre injustamente, pueda el Erario volver a costearlo'. 
"Esta fase de decadencia que atravesamos todos los establecimientos públicos, como las escuelas, los hospitales y otros institutos, abandonados primero por el gobierno, y olvidados del todo después, apenas permitirles vivir y mantenerse miserablemente a sus solas expensas, con los escasísimos socorros que la ciudad podía proporcionarles; marca un período triste y lamentable de su historia, nunca repetido después, que puso a prueba la vida de tales instituciones, no obstante haberse prolongado semejante abandono hasta la caída definitiva de Rozas en el año 1852. 
"Las Comisiones Administrativas, tanto del Hospital de Hombres como del de Mujeres, formaron por mucho tiempo las únicas autoridades que vigilaron y atendieron el regular funcionamiento técnico y administrativo de estos establecimientos, renovándose sus miembros periódicamente. La Sociedad de Beneficencia, como la Sociedad Filantrópica, concluyeron por desaparecer también en ese eclipse total que sufrieron todas las instituciones argentinas". ( 93 ) 
II. Tratamientos de los alienados
¿Dónde se recluía a los alienados en la época de Rosas? 
Los hombres estaban, en gran parte, en el Hospital General de Hombres, cuyo Cuadro de Dementes era, de hecho, el Manicomio de la ciudad. En 1800, sobre un total de 100 enfermos, el Hospital tenía 50 alienados; en 1830, sobre 200 enfermos, 120 alienados; en 1854 figuran 131 dementes sobre un total inferior a 200 enfermos. Se puede, pues, afirmar que durante la tiranía, los alienados constituyeron la mayoría de los enfermos allí hospitalizados. 
En el Hospital de Hombres "los alienados vivían en completa aglomeración, muchos de ellos sin otra cama que el desnudo y frío suelo, en calabozos húmedos, oscuros y pestíferos. Los cepos para sujetar y calmar a los furiosos, y los (cepos) que contenían las mismas camas, eran de uso frecuente para calmar la agitación. Por desgracia, uno de nosotros (Meléndez) ha conocido esas camas y cepos, que nos recordarán siempre aquella época tan funesta para el alienado. 
"Llegada la hora de las comidas, el alienado era obligado a concurrir con el plato para recibir simplemente un poco de caldo o un pedazo de carne, como único alimento; de manera que aquél que, por la especialidad de su delirio, obedecía a la voz de Dios que le mandaba hacer penitencia para purgarse de sus culpas, quedaba sin tomarlos y moría de consunción por el abandono en que se le dejaba. Otro tanto sucedía con el lipemaniático que creía tomar en el alimento el veneno que debía poner fin a su existencia, y con el melancólico que absorto en el negro cuadro de su triste delirio no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor, y, por consiguiente, no sintiendo la necesidad del hambre no buscaba los medios de satisfacerla. 
"La terapéutica era tan insuficiente y tan empírica como es fácil comprenderlo desde luego, pues al parecer estaban nuestros médicos a ciegas de los progresos diarios en este ramo del saber humano, cuyo nacimiento puede decirse que tuvo lugar con el advenimiento de Pinel, en 1792, cuando fue nombrado médico de Bicétre. 
"Según los datos que hemos podido recoger de algunos colegas, administradores y empleados de aquel entonces, los agentes terapéuticos empleados en el tratamiento de los alienados puede decirse que se reducían a la sangría general, el sedal, los revulsivos cutáneos y el opio. 
"De los médicos que asistían a los alienados, el único que seguía una terapéutica más racional, era el doctor Cuenca. En cuanto al doctor Martín García, podemos asegurar que su terapéutica era muy reducida en general, y a medida que los años pasaban se aproximaba mucho al empirismo, porque en los últimos años se redujo al cocimiento de leños, de cebada, de zarza, horchatas, franelas amarillas, bayetas coloradas, opio, sangría general, el sedal, etcétera. 
"El tratamiento moral, en general, no fue conocido en esos años, y si lo fue no tuvieron ocasión de ponerlo en práctica. No tenemos noticia que se hubiera ocupado en otras cosas a los alienados que en el barrido y limpieza de la casa. Recién en los últimos años se les mandaba con uno o dos guardianes a la ribera del Río de la Plata, donde los entretenían en el trabajo de la plantación de árboles". 
"Si se registran los datos de aquel establecimiento, se encuentra que la mayor parte de los enfermos eran clasificados de Dementes, palabra que expresa más bien el género de la afección y no la afección misma. Otro lo eran de 'delirium tremens' y muchas veces se confundía el síntoma con la enfermedad; así vemos clasificar como enfermedad las ilusiones y alucinaciones, que son síntomas comunes de muchos estados mentales". ( 94 ) 
En la Cárcel del Cabildo se retenía en calabozos a algunos agitados; en una habitación especial, o pequeño cuadro, se amontonaban los encausados y condenados que se enloquecían. Era ya fama en ese entonces que algunos presos se fingían locos para que los pasaran del Cabildo al Hospital, donde tenían menos dificultades para fugar; pero lo es también que durante la tiranía estos simuladores de la locura pagaban muy cara su ocurrencia, como puede juzgarse por el caso a que nos hemos referido hace algunos años. ( 95 ) 
Las mujeres tenían destino más complejo. Algunas dementes tranquilas compartían con "mujeres salidas de la cárcel pública" el servicio de enfermeras y sirvientas del Hospital de Mujeres; para las inútiles había allí mismo un patio; para alguna agitada, un calabozo con cepo. En 1852 alcanzó a tener el Hospital unas 50 enfermas, de las cuales "más de la mitad" eran alienadas. 
Las encausadas y condenadas que presentaban síntomas de locura, eran retenidas en la Cárcel de Mujeres (Cabildo), lo mismo que todas las agitadas recogidas en la ciudad. Ignoramos su número, pero es fácil calcular que habría allí tantas como en el Hospital. ( 96 ) 
"El estado de las dementes hasta fines del año 1853 era el más lastimero. Muchas de ellas estaban amontonadas en la cárcel, en una verdadera cloaca, faltas de aire, de luz, de aseo y condenadas a arrastrar una vida que parecía un castigo agregado a la cruel desgracia de que eran víctimas. 
"Además de esas mujeres agrupadas en los calabozos, había muchas otras dementes vagando a las orillas de la ciudad, buscando un pobre abrigo contra los rigores de las estaciones y de la intemperie en las cercas de las quintas. Una de ellas, más afortunada, había hallado una cueva al pie de un ombú, por las inmediaciones del Retiro, y aquél era el alojamiento de la que, perdido el juicio, había perdido también el amor de sus semejantes..." Lo que urgía era ofrecerles un local más espacioso "que el estrecho reducto en que vivían en la cárcel, habitación de diez varas donde estaban encerradas 30 de estas mujeres, casi constantemente en el cepo". ( 97 ) 
La Casa Correccional de Mujeres tuvo en todo tiempo alienadas entre sus recluidas; no faltó nunca el calabozo para agitadas, con cadena fija a la pared y cepo. Al abrirse la Convalecencia, en 1854, se pasaron allí algunas alienadas; no serían muchas, pues no influyeron sobre una estadística que no alcanzaba a la centena. 
Es interesante advertir que la Convalecencia, sucursal hasta 1822 de los hospitales de Santa Catalina y Residencia, no recibió enfermos durante la tiranía. Uno de sus edificios, sobre el lado Este, sirvió de Cuartel,( 98 ) la parte Oeste de la finca, cercenada ya por los Mataderos, lo fue nuevamente en 1832, para establecer el Cementerio del Sur. 
III. El terror y la locura
Nadie ignora que en las épocas de terrorismo político suelen aumentar considerablemente las perturbaciones mentales. Trátase, en general, de trastornos emotivos, representados por fobias en los hombres y por accidentes histéricos en las mujeres, aparte de las agitaciones maníacas que en los mismos terroristas suelen provocar los abusos alcohólicos y el ensañamiento criminal. 
Estos fenómenos de psicopatología colectiva, bien estudiados por los alienistas europeos, fueron confirmados en nuestro país por Ramos Mejía: "El terror en las clases superiores y ese brusco cambio de nivel que experimentaron las clases bajas, elevadas rápidamente por el sistema de Rosas a una altura y prepotencia inusitada, tuvieron también su parte en la patogenia de tales trastornos. Un estupor próximo a la demencia crónica, una 'panofobia' depresiva y humillante, fue, durante mucho tiempo, la situación de una parte considerable de Buenos Aires. La otra sufrió perturbaciones de un carácter mucho más terrible, porque estaba poseída de una exaltación homicida, llevada hasta sus últimos límites". ( 99 ) 
Es verosímil que algunas personas sufrieran locuras emotivas durante la tiranía; ( 100 ) cierta parte de verdad debe reconocerse a los relatos de Rivera Indarte, José Mármol y Eduardo Gutiérrez, aunque su carácter periodístico los coloca al margen de la historia propiamente dicha. La crítica médica no puede rechazar, en cambio, el testimonio de Ramos Mejía, que tiene, por lo menos, el valor de una conjetura legítima: "Se comprende que ese estado deplorable del espíritu, agravándose cada vez más, diera más tarde nacimiento a otros fenómenos de origen nervioso, pero de un fondo patológico más acentuado. A esta categoría pertenece el desarrollo relativamente considerable del histerismo en sus diversas formas, en algunas de las provincias argentinas, y cuyo aumento se hizo más sensible bajo el reinado del terror. Un médico respetable de la provincia de Tucumán y que ejercía entonces su profesión, nos decía que en esa época casi todas las mujeres, la que no era histérica declarada, tenía en su modo de ser, en su carácter, algo que revelaba la influencia perturbadora de esa afección. En estas organizaciones débiles por naturaleza, y dotadas de una sensibilidad emotiva exquisita y propia del temperamento, agitadas por esa imaginación fosforecente, tan propia no sólo del sexo sino de la época y del clima, bien se explica que aquellos días de tanta amargura, que todas esas transiciones bruscas de la tristeza profunda a la más amplia y expresiva alegría, haciendo vibrar con fuerza sus débiles nervios, produjeran sino la histero-epilepsia o la histeria-tipo, cualquiera de sus manifestaciones solapadas, tan comunes y numerosas en estas afecciones, frecuentes, sin duda alguna, tienen que haber sido; lo que hay es que pasarían desapercibidas para la general ignorancia, porque al manifestarse lo harían bajo un aspecto aparentemente sin importancia, mostrándose el cuadro sintomático en detalle, como sucede a menudo". Confirman esta opinión muchos casos bien definidos y la circunstancia de que su relato no fuera objetado por quienes tenían interés en desmentirlo. (101 ) 
IV. Los locos de Palermo
Don Juan Manuel de Rosas, como es frecuente en los tiranos, tuvo marcada afición a rodearse de locos bufones. Se cuenta que en su juventud gustaba de frecuentar los puestos y bandolas de las recovas, en la plaza de la Victoria, armando juerga en torno de algún negro o mulato extraviado de juicio, que mezclaba las procacidades de su delirio con risueñas retóricas de exaltado patriotismo. 
Es seguro que por el Año Veinte contaba entre sus amigos de confianza al profesor de retórica Virgil, quien le interesaría más bien por sus locuras que por sus Humanidades. Tuvo, más tarde, sus connivencias con el loco fraile Castañeda, cuando éste comprendió que los "restauradores" defenderían a la religión y perseguirían a los herejes. 
Desde que Rosas llegó al gobierno se organizó en torno suyo un cuerpo de bufones; unos le servían para alegrar el ánimo, otros para fastidiar a personas antipáticas, varios como agentes de propaganda política y no pocos en su complicadísimo servicio de espionaje. 
Cuatro locos vivieron durante muchos años en su residencia de Palermo, con la singularidad de ser mulatos tres de ellos - el Gran Mariscal Don Eusebio, el Reverendo Padre Viguá y El Loco Bautista - y negro el más joven, conocido por El Negro Marcelino. Los dos primeros, Eusebio y Viguá, eran popularísimos en el vecindario y muy temidos, por la bastante picardía de que eran aún capaces. 
Un ingenioso cronista ha conservado el recuerdo pintoresco de los locos de Palermo; extractamos a continuación algunos de sus rasgos más típicos y un par de anécdotas verídicas. ( 102 ) 
Figuraba en primera línea don Eusebio de la Federación, Gran Mariscal de la América y de Buenos Aires, Vencedor de Ayacucho y otros títulos no menos famosos. El tal don Eusebio había descubierto que, siendo loco, podía pasar una vida más regalada que los orates del Hospital, y, en ocasiones, divertida. Tenía carta blanca para decir la mayor insolencia al personaje más encumbrado, ya por cuenta de don Juan Manuel, ya por la suya propia. Rosas festejaba ruidosamente estas procacidades, y la víctima no tenía más remedio que aguantarlas, por no disgustar a don Juan Manuel. El loco se había identificado con Rosas, a punto de adivinar, en una mirada, cuál de las personas presentes le era la más antipática, y sobre ello volcaba sus sátiras ofensivas. 
Don Eusebio se acercaba, la miraba con fijeza, y poníase a apreciar burlescamente las prendas de su traje o a hacer de su fisonomía comparaciones ridículas. La víctima, sin atreverse a protestar, sonreía y sufría, aunque en sus ojos chispeara el deseo de aplastarle. Rosas mandaba al loco que cesase en su farsa, pero éste, en vez de obedecer, las duplicaba: 
-Si el señor no se enoja, mi padre; él, con su nariz de espumadera, me decía que puedo seguir entreteniéndome. 
Y la necia chacota seguía, hasta que la víctima quedaba completamente humillada. 
Otras veces era Rosas quien mandaba a don Eusebio, de gran uniforme, para que entretuviera a tal o cual persona, mientras él demoraba un momento. 
-Aquí me manda mi padre Juan Manuel a que le haga sociedad -decía el loco-. Y se instalaba a decirle insolencias de todo calibre, por cuenta de locuras. Don Juan Manuel, que todo lo veía desde algún escondite, reía como si le hicieran cosquillas al contemplar la cólera del paciente. 
Cuando no tenía con quien divertirse, era el loco la víctima; pero el mulato Eusebio sufría con gran paciencia todo género de herejías, a trueque de aquella gran vidorria que se daba como Gran Mariscal de la América, hijo de don Juan Manuel y novio de Manuelita. 
Rosas, que de todo y de todos se burlaba, solía mandarlo en misión oficial al Obispo Medrano, al Jefe de Policía o al Capitán del Puerto don Pedro Jimeno, a quien el tirano gustaba enormemente de mortificar. 
Tuvo don Eusebio sus malos ratos, siendo el más célebre el que le ocurrió con motivo de un gallego a quien Rosas sentó desnudo sobre un hormiguero, de cuyas resultas la víctima se enloqueció. ( 103 ) 
Merecen leerse, por ser históricas, la aventura del loco Eusebio en el baile de doña María Josefa Ezcurra, cuando lo mandó Rosas para que bailara un minué con su propia cuñada, (104 ) y la burla al gobernador López, obligado a tolerar que se diera al loco tratamiento de Obispo, en circunstancias de tramitarse la designación de Obispo para Santa Fe. ( 105 ) 
Siguiendo en categoría a Eusebio de la Federación, estaba El Reverendo Padre Viguá,personaje sacerdotal a quien el tirano daba el título de Su Paternidad; era un pobre mulato, bastante idiota, que se adaptaba a su menester de bufón con menos artes que don Eusebio. 
Cuando Rosas lo pillaba en algún grave delito de torpeza, le daba de rebencazos, que Su Paternidad recibía con religioso recogimiento y sin la menor protesta. 
Pero él sabía tomar sus buenas revanchas. Cuando tenía sueño se tendía en la mejor cama de la quinta, fuera de quien fuese, con excepción de la de Rosas y la de Manuelita. El dueño de la cama venía a exigir su devolución, pero Viguá explotaba su condición de loco y le ponía en fuga arrojándole sus botines o cosa parecida. Muchas veces el dueño de la cama, que era el coronel Ravelo o algún otro por el estilo, daba al loco una buena paliza. Entonces se armaba en la quinta una de todos los diablos. Averiguaba Rosas lo sucedido y ponía las cosas en su lugar, siempre en beneficio del loco; éste juraba un buen desquite a su adversario y lo cumplía en forma terrible, jugándole alguna farsa pesada en presencia de Rosas, y por consiguiente libre de peligros. 
Cuenta el mismo Gutiérrez ( 106 ) que al aproximarse el día fatal de la ejecución de los hermanos Reynafé, el tirano llevó su ferocidad hasta enviar a la cárcel al Reverendo Padre Viguá, a que mortificara a las víctimas, haciéndoles burlas sangrientas. El loco puso en gran alboroto la Cárcel. Cumplía su programa ofreciendo a los reos el perdón eterno e incitándolos a confesarse con él. 
En un momento que lo tuvo a tiro, Guillermo Reynalé, que desde el principio espiaba aquella oportunidad, le dio tal bofetada que lo dejó sin aliento. El loco salió llorando amargamente y diciendo que se lo iba a contar a su padre Juan Manuel; pero éste, por bruto, le menudeó una de sus habituales palizas, mandando reemplazarlo por Don Eusebio. Guillermo pagó muy cara aquella bofetada; aquel día no le dieron de comer y le golpearon de todos modos, para que aprendiera a respetar a los enviados del Gobernador. 
El Loco Bautista era menos gracioso, por hallarse próximo al estado demencial. Rosas lo empleaba como víctima pasiva de sus diversiones; se ha escrito que era el preferido para que "le insuflaran los intestinos por medio de fuelles y hacerlo luego montar con espuelas", o bien para "hacerle arrancar los pelos del periné por medio de pinzas", en lo que pudiera haber alguna exageración. 
El Negrito Marcelino completaba la tetrarquía de los bufones familiares. Su rango era inferior, pues siendo mulatos los otros, él era, simplemente, negro. En las chanzas de Palermo tenía un papel de corista; no así en las comisiones burlescas a la ciudad, pues era habilidoso para desempeñarse en los mandatos insolentes y en las raterías domésticas. El Padre Viguá acostumbraba valerse de Marcelino para ejecutar pequeñas estafas, de las cuales nadie reclamaba temiendo el enojo del tirano. 
Los locos de Palermo decayeron en sus funciones durante los últimos años de la tiranía. La edad, la fatiga y algunos achaques, apagaron en Rosas aquel buen humor que le venía desde la infancia y que en su primera juventud le valiera ser llamado "el loco Rosas". ( 107 ) 
V. Los locos propagandistas
Dejamos la palabra a Ramos Mejía para dar aquí noticia de ciertos locos propagandistas que el tirano hacía circular por la ciudad, anunciando sus victorias y difundiendo sus amenazas. Es una página pintoresca y expresiva, digna del ilustre alienista e historiador. 
"Los locos de Rosas, institución federal propagandista que tuvo, del mismo modo, su parte cómico-trágica en el funcionamiento de la dictadura, hicieron también un gran papel. Por debajo de esa prensa impresa de que he hablado ya tan detalladamente, disponía el tirano de otros medios de publicidad que podríamos llamar domésticos y subalternos, y que, en verso y prosa suculenta, como va a verse, vaciaban al oído de las familias su pensamiento y sentir ocultos. Disponía de cierto número de bufones, que a fuerza de azotes aprendieron grandes tiradas de versos, de discursos y documentos públicos, que él quería divulgar en oídos unitarios vergonzantes. Los desgraciados carecían, por supuesto, de intención, y hasta del vulgar talento del juglar, para animarlos con la música y el gesto zurdo de don Eusebio. A la hora de las reuniones familiares, parábase uno de ellos dentro de un círculo de espectadores y lanzaba las pedestres composiciones, sus discursos, que chorreaban sangre y amenazas, o aquel documento que debía difundir por orden superior. Como sabía que la Gaceta Mercantil entraba, o debía entrar necesariamente a todas las casas, pero que en algunas no era leída, salvo en aquellas cosas muy llamativas y sensacionales, interesantes a la familia o a su pescuezo, quería dar, por este otro medio original, publicidad y circulación a sus pensamientos y deseos". 
"Parecía difícil escapar a tan curiosa forma de publicidad. No leer la Gaceta era posible, pero dejar de oír al singular pregón que, enviado 'de arriba', venía a ofrecer al oído rebelde lo que el Restaurador deseaba que todo el mundo supiese, era, más que difícil, peligrosísimo; y no sólo habían de escucharle atentamente, sino aplaudirle la mímica soez con la cual acompañaba sus comedias a domicilio. Una memoria felicísima y voraz, por lo incansable para comer cifras y masas considerables de composición, constituía su eficacia y difusibilidad. La falta de malicia e inteligencia para comprender su recitación, y el terror que les inspiraba Rosas, los mantenía fácilmente dentro de su papel maquinal, sin quitar ni agregar nada de su propia cosecha o de la de cualquier otro osado. Don Camilo Palomeque, el Padre Cardoso, Ramos, etc., eran los principales órganos de este periodismo. Generalmente se anunciaban en la puerta de calle con ruidos que imitaban redobles de tambores y toques de atención lanzados por ruidosos clarines. Una vez instalados y bien obsequiados, comenzaba la 'cantinela'. Consistía ésta en repetir terribles denuestos contra los locos unitarios, vendidos al oro inmundo de los extranjeros, impíos, herejes, asesinos de Dorrego, etc.; a continuación difundían las noticias que el tirano deseaba circular por la ciudad, así como las prevenciones y amenazas contra los sospechosos de tibieza en el entusiasmo 'patriótico'. 
"Estos hechos me traen a la memoria uno de estos pregones que yo conocí en el viejo Hospital General de Hombres, en 1874. Durante sus accesos locuaces, recuerdo que recitaba o canturriaba trozos enteros de los mensajes de Rosas a la Legislatura, mezclándolos, algunas veces, al llanto de sus melancolías ebriosas. Llamábase Manuel Cañete y cuando estaba libre de las influencias de su dipsomanía, nos reproducía las escenas en que fue actor, así como los duros aprendizajes de su oficio. De manera que la sensación de los hechos, ya remotos para mí, se reproducía integralmente y con toda la viveza de una restauración. Hacíamosle rueda alegremente y parado con cómica apostura, dejaba a su retentiva funcionar con libertad. Me suenan todavía al oído sus palabras, como si las estuviera oyendo". 
"Este capítulo de los locos de Rosas chorrea sangre. Es una burla trágica, según se ha visto en otra parte. El dolor, en su tensión suprema, llega hasta expresarse con formas de fúnebre alegría. Algunas veces se ríen de dolor y bailan como los animales, adiestrados sobre la plancha calentada: por temor al hambre o al insomnio, bajo cuyas excitaciones se estimulan las facultades de imitación. Estos entretenimientos de Rosas tenían otras ampliaciones más feroces, aunque de menos trascendencia política, que callo para no hacer fatigoso el tema asaz manoseado. Lo que asombra es cómo este hombre, sobre quien gravitaban tan inmensas responsabilidades, tuviera tiempo suficiente y espíritu bastante desocupado para ocuparse de nimiedades tan grotescas". 
"De estos locos propagandistas fue el más famoso el coronel Vicente González, más conocido por 'Carancho del Monte', a quien Rosas escribía cartas dándole el título de 'Conde de la Calavera y Magestad Caranchísima'; este desgraciado hizo testamento encomendando su alma a San Vicente Ferrer y al Restaurador de las Leyes". 
"Cual sucede con todos estos bribones, la religión servíale de instrumento de disimulación. Con las manos llenas de sangre todavía de la víctima cruelmente ultimada, no olvidaba jamás de persignarse, contrito y devoto. En todas las circunstancias de la vida no dejó de 'cumplir con Dios', en la forma que ellos lo hacen: oraciones, promesas y cirios propiciatorios que hieden a sangre". ( 108 ) 
Formaban parte de estos locos propagandistas algunos miembros del famoso "clero federal", que no tenían respeto alguno por el hábito que vestían. Apenas si necesitamos mencionar el cura Gaete, párroco de La Piedad, que en sus orgías de alcohol y de prostitutas predicaba el exterminio de los locos unitarios "y de sus inmundas crías", a la vez que ponía el retrato del tirano en los altares y vestía las imágenes de los santos con las rojas divisas del partido restaurador. 
VI. Concepto político de la locura
Una circunstancia personal, que suelen callar los historiadores, ( 109 ) influyó para que en la época de Rosas se formase una singular concepción política de la locura, cuyas proyecciones excedieron a la perspicaz malsindad de sus inventores. 
Después del fusilamiento de Dorrego, el grupo de restauradores que preparó la tiranía al grito de "Orden y Religión", comenzó a crear una atmósfera de herejes y locos a todos los enemigos de Rosas; cuando Lavalle emprendió la campaña libertadora, no vacilaron los documentos oficiales en llamarle "el loco traidor asesino Juan Lavalle" y a sus compañeros "locos salvajes unitarios"; cuando se sospechó que Rivera tomaba partido en su favor, se escribió oficialmente "el loco pardejón Rivera"; al producirse la intervención francesa se habló de "locos inmundos franceses"; por fin, cuando el gobernador de Entre Ríos se pronunció contra la indefinida reelección del tirano, los papeles oficiales no vacilaron en llamarle "el loco traidor Urquiza". 
Esta singular psiquiatría política tuvo su más acabada expresión en un decreto expedido el 31 de mayo de 1842 por el Fraile Aldao, siniestro delincuente que desempeñaba el gobierno de Mendoza. El curioso decreto establecía legalmente que todos los unitarios eran locos y debían ser considerados como tales; los más notables de entre ellos, residentes en Mendoza, debían ser llevados a un hospital, para recibir el tratamiento propio de su enfermedad. Los efectos jurídicos del decreto eran absolutos e implicaban la incapacidad civil de los unitarios; ninguno de ellos podía contratar, testar, ser testigo, ni disponer de una cantidad mayor de diez pesos. Si se presentara el caso de que fuese indispensable la declaración de un unitario ante la justicia, un médico debía reconocerle previamente y certificar acerca del estado de sus facultades mentales. ( 110 ) 
No conocemos ningún otro caso en que la pasión política de un gobierno haya pretextado la locura de los opositores como causa explícita de incapacidad civil.

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