martes, 9 de agosto de 2011

Los bufones de Rosas - Por Omar López Mato





El bufón que divertía a Rosas   Por Omar López Mato 
Lo habrán visto pasar, entre aterrados y divertidos, vestido de impecable levita punzó y alto sombrero de copa, que apenas le permitía elevarse a la altura de sus escoltas marciales, con sus espadas desenvainadas, cruzando las polvorientas calles que conducían al Fuerte. Era Don Eusebio de la Santa Federación, “Gobernador” de la provincia, verbigracias al humor del Restaurador. Conde de Martín García, Gran mariscal de la América y cuanto título disparatado le impusiese Don Juan Manuel de acuerdo a su ánimo y las circunstancias.

Eusebio era mulato (aunque se daba aires diciéndose descendiente del Inca), de cortas piernas chanfleadas y enorme cabeza de negro cabello ensortijado. Había servido en casa de los Ezcurra como peón “capachero” (nombre dado a aquellos encargados de portar objetos en cestos o receptáculos. Más tarde “capacha” se convirtió en un argentinismo sinónimo de prisión, probablemente porque utilizaban a los reos para transportar piedras, maderas, etc.).

En esa casa conoció a Don Juan Manuel de Rosas y cuando éste se casó con Encarnación, haciendo creer a la familia que estaba embarazada – cosa que precipitó las ansiadas nupcias y postergó la temida vergüenza-, Eusebio se prendió a la pareja hasta que las circunstancias políticas los separaron casi treinta años después. Se convirtieron, junto a Biguá, en los bufones de la corte palermitana. Oficio a primera vista odioso y anacrónico, aunque una mirada a la historia reciente del país nos obliga a reconsiderar que existen versiones modernas de tal ocupación. Quizás nos parezca hasta natural que los monarcas europeos se hayan esparcido con enanos, bufones y/o contrahechos, pero en estas “democráticas” y modernas tierras parecen fuera de contexto. Lamento informarles que la naturaleza humana poco ha cambiado desde los griegos y los romanos (o debería decir desde los asirios y babilonios), a pesar de las geografías y las ciencias.

Don Juan Manuel ejercía sobre estos bufones su –digamos- peculiar sentido del humor. Los obligaba a permanecer sentados sobre humeantes hormigueros desprovistos de prendas intimas e ingiriendo dulces para la excitación de los dípteros. Sugería, a punta de látigo, que comiesen docenas de sandias ó en su defecto insuflaba sus intestinos con un fuelle para comprobar el grado de expansión de sus vísceras, cuando no insistía en montarlos estimulando sus corcoveos con filosas nazarenas
Pero eso sí siempre engalanados con finos trajes y deslumbrantes chalecos del color federal. Desplazándose cual grandes señores con escolta como la descripta, o en ataviados corceles (quizás debería decir “empilchados pingos”), envidia de los entendidos.

Cuando los avatares políticos le fueron adversos, Don Juan Manuel debió buscar precipitado y obligado ostracismo en Gran Bretaña. Dejó librados a su suerte a los contrahechos payasos que pudieron sobrevivir durante un tiempo gracias a glorias pasadas y, a los pesitos ganados a expensas de tantos agravios.

Eusebio pronto cayó en la mendicidad y su cordura sufrió algún desequilibrio, dando su cuerpo a parar al Hospital de Hombres donde el Dr. José Maria Ramos Mejía lo conoció. El Dr. Ramos Mejía rescató estos y otros vejámenes que Eusebio solía relatar añorando los buenos tiempos idos, cuando Don Juan Manuel lo hacía objeto de sus pesadas chanzas. No todas las descripciones que hicieron Ramos Mejía, Rivera Indart y Vicente Fidel López pueden tomarse al pie de la letra, dadas sus filiaciones políticas y las persecuciones familiares y personales que habían sufrido.

La historia la escriben los que ganan… o los que mejor la escriben. En nuestro caso, los de la corriente unitaria-liberal, con Mitre a la cabeza, no sólo fueron vencedores sino también mejores escritores.

Eusebio murió en 1873. Su cráneo fue estudiado por ilustres patólogos y sabios antropólogos.

Llegaron a la obvia conclusión de que era técnicamente un idiota.



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